Julio Hernández López
Astillero
FCH, el responsable
Guerra personalísima
Adelanto de juicio histórico
General Naranjo, al Tec
En un lapso de cinco días, Felipe Calderón ha sido
acusado en público deasesino. El sábado recién pasado, en la Plaza de la
Constitución donde daría el Grito de Independencia, fue señalado en esos
términos por un amplio grupo de jóvenes pertenecientes al movimiento 132. Y
ayer, en el contexto de la inauguración de una semana dedicada a asuntos de
transparencia, tres jóvenes (según la nota publicada en Internet por los
reporteros de La Jornada, Elizabeth Velasco y José Antonio Román)
repitieron la pesada imputación.
Ese tratamiento crudo parece un exceso a un segmento de
la sociedad que estima que no se deben cargar a la cuenta personal de Calderón
los muy abundantes hechos de sangre que han marcado su gestión y que han
provocado contundente reprobación mundial. No ha sido él, suelen alegar los
defensores de FC, quien ordenó las matanzas; tampoco hay prueba alguna de que
hubiese una política gubernamental explícitamente dirigida a generar masacres o
exterminios sistemáticos.
Las acusaciones aún sin sustento judicial de los jóvenes
que culpan a Calderón del baño de sangre que ha recibido el país, como la
defensa simplemente formalista de quienes piden pruebas de que el presunto
responsable hubiera dado órdenes homicidas, tendrían un cauce justo, aceptable,
civilizado y moderno si los llegados al Poder Ejecutivo Federal fuesen
susceptibles de ser juzgados en el cumplimiento de sus responsabilidades como
auténticos servidores públicos, obligados a entregar buenas cuentas de los
recursos y facultades recibidas, y no estuviesen exageradamente protegidos por
una legalidad permisiva de abusos y excesos no solamente en cuestiones
patrimoniales sino incluso en la toma de decisiones tan trascendentes que
acabasen produciendo ni más ni menos que decenas de miles de muertes, una
inseguridad pública extrema en la que los cárteles asumen funciones
de Estado sustituto, y un virtual abatimiento de los derechos humanos, las
garantías constitucionales e incluso las aspiraciones procesales básicas, pues
el exceso de delitos cometidos ha llevado al abandono inmediato de las
averiguaciones previas y a una suerte de sentencia condenatoria al vapor cuando
se tacha a los involucrados de formar parte del crimen organizado.
Dado que el sistema político mexicano ha creado un estado
de excepcionalidad jurídica para garantizar impunidad al presidente de la
República salvo en casos extremos, como la traición a la patria, no es posible
llegar ni siquiera a una verdad legal en el aparato mexicano (aunque está
pendiente la solicitud de juicio ante la Corte Penal Internacional). Y entonces
entran en operación otro tipo de criterios. Uno de ellos, el más elemental,
hace entender que necesariamente ha de ser responsable de los resultados de un
gobierno aquel que está en la cúspide y que recibe un sinnúmero de privilegios
y bonos para que ejerza con prudencia y eficacia los haberes colectivos que
recibió para su administración.
Pero en términos políticos y cívicos también es posible
demostrar que la carga de lo sucedido en estos años de horror corresponde
directamente al ciudadano Felipe Calderón Hinojosa. Un primer dato proviene del
hecho tajante de que la detonación de la guerra contra el
narcotráfico fue una decisión personalísima del citado ciudadano Calderón
(ccC), quien nunca planteó como oferta de campaña o intención de su eventual
gobierno el desatar acciones bélicas contra un presunto monstruo delictivo del
que no habló en su lapso de proselitismo ni en el periodo de presidente
electo. En realidad, el ccC soltó el primer golpe hasta hacerse del poder, en
diciembre de 2006, previo diseño de guerra que acordaron altos enviados de
Estados Unidos con quienes serían procurador de justicia y secretario de
seguridad pública de esa administración felipista.
Podría argüirse que el tamaño del reto obligaba a
prudencia y sigilo para no alertar al peligroso enemigo bien atrincherado. Pero
tampoco buscó Calderón alguna fórmula de consenso cuando ya había abierto su
juego macabro. No hubo una política de Estado (aprobada por los partidos
políticos, las cámaras legislativas, y otro tipo de instituciones que así dieran
legitimidad al proyecto bélico en curso), sino una decisión de gobierno,
específicamente del citado ciudadano Calderón. Decisión y responsabilidades tan
de él que, a pesar de las múltiples e intensas pretensiones sociales en busca
de un cambio de rumbo, sostuvo la ruta trazada, haciéndose acompañar de
discursos y gestos retadores, de autoglorificación y de una peculiar valentía
montada detrás del espectacular blindaje militar cotidiano.
Por último ha de decirse que si la historia la escriben
los vencedores, el ccC tampoco puede albergar expectativas sensatas de
exculpación. Instaló la muerte en el país, abrió el camino para que la
delincuencia organizada tomara control de ciudades y regiones, consumió
inmensas cantidades de dinero público en el combate al narcotráfico y no a la
pobreza y la ignorancia, pero no logró casi nada: los rubros sustanciales del
negocio de las drogas continúan boyantes, el mercado estadunidense de
consumidores está bien abastecido, los cárteles mexicanos se han
expandido por el mundo con insólito espíritu conquistador y la firma dominante,
la protegida, cuyo jefe fue liberado durante el foxismo y con Calderón fue
ayudado a exterminar competidores, sigue intocada. Puede concluirse, pues, que
el ccC es responsable directo de lo que ha sucedido en México, y que los gritos
de hoy no son sino un adelanto de un juicio histórico bien fundamentado.
Y, mientras el Tec de Monterrey ha designado
como presidente de su Instituto Latinoamericano de Ciudadanía (ILC) al general
colombiano Óscar Naranjo, quien además es asesor de Enrique Peña Nieto en
asuntos de combate al narcotráfico, aunque eso no es mencionado en la nota
oficial correspondiente (bit.ly/OdjIpx),
como tampoco los antecedentes negativos del interventor extranjero, citados por
Carlos Fazio en bit.ly/MHGtNO, ¡hasta
mañana!
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