La democracia mexicana: ¿otra causa perdida?
Ilán Semo
La cultura contemporánea está basada en un extraño ciclo,
en el cual nuestros objetos de consumo elementales parecen destinados a una
condición que varios autores (Lipovetski y Bauman, entre otros) han llamado (de
una manera acaso abigarrada) la de-sustancialización. Ayer llevé las galeras de
la revista Fractal a una imprenta en la colonia Obrera, cuyos precios
milagrosos todavía permiten publicar en papel lo que la mayoría de los editores
sólo se atreverían acolgar en la red. En la esquina del Eje 3 e Isabel la
Católica, arriba en un edificio, se yergue un espectacular de Coca-Cola en el
que aparece una modelo junto a un lema:Macho es mi novio porque pide Coca Cola
light. No sé si a quienes lo colocaron ahí les parecía que lo light no
tenía acogida en la Obrera. (Se supone que los espectaculares están destinados
a públicos con signatura). En la apoteosis de lo políticamente incómodo,
la refresquera se propondría conquistar un nuevo nicho de mercado: el macho que
por tomar light no es un macho light. Algo así como un nuevo
género. Para mi sorpresa, cuando llegué a los abarrotes de la esquina y pedí
una Coca-Cola light, el encargado me dijo: “¡Uy! Ya se acabó. Todo lo light se
acaba”. ¿En qué consiste exactamente la seducción que ejercen hoy el café
descafeinado, laleche deslactosada o el “queso light”? ¿Por qué se
acaban?
En rigor, el café descafeinado es un café sin
cafeína, léase: un café sin café; laleche deslactosada, una leche sin su
principal componente, una leche sin leche; y el “queso light”, un queso
sin grasa, un queso sin queso. La idea es que el café sin café ha sido liberado
de la sustancia que nos proveía, simultáneamente, del goce y de los riesgos de
tomar café, la cafeína. Se trata de algo que sólo llamamos café sin
las (hipotéticas) consecuencias (para el cuerpo) que acarreaba la sustancia que
producía el placer de tomarlo. Hemos renunciado al goce para dejar en su lugar
una suerte depharmako, un sustituto; un emblema que ha perdido ya toda su
sustancia, pero que mantiene su fachada, una suerte de colapso entre la función
y la forma. Así, la cultura cotidiana se ha ido convirtiendo en una suerte de
intercambio entre sustitutos, donde la sustancia se reduce a un enunciado, y la
función a una fantasía. Pero lo seguimos llamando café.
Con la democracia mexicana pasa algo similar. Ha perdido
prácticamente toda su función y su sustancia, y sin embargo se ofrece como democracia,
al menos en la mayor parte de los discursos que tienen que ver con el mundo
público. (La analogía no es del todo justa, porque siempre podemos prescindir
del café descafeínado y optar por uno regular, mientras los
discursos sobre la democracia disputan uno y el mismo objeto.) De los
cinco rasgos que Democracy Watch ha establecido como minimalia para definir a
un régimen como democrático (una definición realmente minimalista),
el actual orden político mexicano reprueba crasamente cuatro, y pasa uno de
panzazo. Valga una breve enumeración.
1. Derecho universal al voto. Es simple. Millones de
mexicanos que viven en el extranjero, cuyo voto podría modificar los resultados
de los comicios, no tienen derecho al sufragio.
2. Transparencia. La concertacesión que ha
anudado al PRI y al PAN desde 1988 acabó desfigurando a tal grado la relación
entre los procedimientos, los votos y los resultados electorales, que hoy sólo
contamos con la desfiguración. Ni en 1988, ni en 2006, ni en 2012 se puede
hablar, por diversos motivos, de elecciones transparentes. Pero un
acontecimiento que se repite tres veces sucesivas, ya expresa una estructura
establecida. En México, esperar las próximas elecciones puede ya significar,
para una parte sustancial del electorado, esperar tan sólo el próximo oxímoron
electoral. Ni hablar de otras formas de transparencia como el gasto del erario,
la aplicación de leyes, etcétera. Siguen siendo una utopía mexicana.
3. Estado de derecho. El mayor fracaso de los últimos 24
años es la incapacidad de quienes han gobernado el país (léase: quienes han
ejercido la Presidencia) para allanar el paso a un régimen gobernado por la ley
en todos sus niveles, y no por los poderes fácticos, la violencia, el soborno y
la complicidad. El consenso al respecto es unánime. Lo dice la OCDE, el FMI,
los analistas locales y hasta el mismo Felipe Calderón, que ha reiterado
innumerables veces que, en todos los niveles de gobierno, la colusión entre
política y crimen es lo dominante. No sólo no nos acercamos al estado de
derecho, sino que nos alejamos cada vez más de él, en la medida en que las
prácticas de gobierno se basan cada día más en el estado de excepción.
4. Libertad de prensa y de expresión. En el mapa que
cuelga en el lobby del Newseum, una suerte de registro del estado
global de los derechos de expresión, México aparece justificadamente junto con
China, Libia y una lista de países enfrascados en dictaduras o en guerras
civiles en una situación de alarma. No sólo por los crímenes cometidos contra
centenares de periodistas, sino por el carácter monopólico de los medios.
Siempre se puede argüir que el crimen organizado representa la principal
amenaza. Pero la línea entre éste y la política se ha vuelto tan tenue, que no
es incorrecto adjudicar a la segunda el colapso de la libertad de prensa.
5. Separación de poderes. Es éste el único renglón donde
acaso las transformaciones mexicanas han prosperado. El Poder Legislativo es
hoy más autónomo del Ejecutivo y éstos, en cierta medida, del Judicial. Pero el
desempeño del TEPJF en los últimos comicios –por ejemplo, los desayunos
abiertos entre jueces y miembros del tricolor– volvió a zanjar de dudas
este logro.
En suma, lo que el ciudadano de a pie obtiene a cambio de
su voto es una democracia, digamos, sin democracia, un régimen político que se
anuncia bajo una forma pero que cumple funciones que no tienen nada que ver con
esa forma. Otra versión del colapso entre la forma y la función. ¿Cómo
caracterizar a este híbrido que ha regido el destino de la vida pública en
México desde hace dos décadas?
Creo que de esa caracterización depende el
posicionamiento de las fuerzas, al menos en la esfera de sus prácticas
discursivas, que habrán de definir el territorio de lo político en los próximos
años. Es difícil esperar alguna novedad de quienes hoy acceden a Los Pinos más
allá de la reiteración de la concertacesión. Ni PRI ni PAN tendrían
ninguna razón para cambiar. ¿Por qué lo harían si así han logrado sostener la
mayoría durante casi un cuarto de siglo?
¿Y la izquierda? Imposible hablar hoy día de la izquierda
como territorio ya no cohesionado, sino coherente. Está dividiéndose en su
esfera política, y la izquierda social parece fragmentada en pequeñas o no tan
pequeñas organizaciones, si bien el movimiento #YoSoy132 le ha inyectado una
sinergia sin precedentes. Pero tal vez la clave se encuentre en esta sinergia
que modificó tan radicalmente el panorama de las elecciones de 2012: el
encuentro (que no alianza) entre un movimiento social autónomo (de los partidos
políticos) y una fuerza capaz de abrirse paso en los terrenos de la política
codificada por los relatos convencionales, con el cometido no de una transición
sino de una ruptura. Nunca había sucedido. Fue el hallazgo del #YoSoy132. Habrá
que esperar si se trata no sólo de un acontecimiento, sino de un camino por
recorrer.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario