Gustavo Esteva
Muchos mexicanos creen que el 1º de julio
eligieron libre y masivamente presidente, gobernadores, diputados, senadores…
Saben que hubo problemas y que la versión idílica del proceso que trazan
Calderón, el IFE o el PRI guarda escasa relación con la realidad. Pero les
guste o no el resultado, piensan que debemos mirar hacia adelante y no perder
el tiempo en confrontaciones que pueden llevar a la violencia y el caos.
Otros muchos, que apostaron por el cambio,
quieren someter las instituciones a la prueba final del ácido. Piensan que la
lucha legal y la movilización social pueden conseguir que el Trife anule
la elección, lo cual no sólo sería legal y justo, sino que representaría una
oportunidad extraordinaria de cambio político. Se aferran a esa posibilidad para
abatir su frustración actual y porque no pueden escapar del marco de referencia
de las instituciones. Igual que los primeros, no saben pensar desde fuera de
ellas.
Mientras, se extiende rápidamente una actitud
diferente, que descompone con ingenio y lucidez la mancha del aceite de
cinismo, descaro y amenazas con que se pretende calmar el mar agitado de la
indignación general.
Quienes adoptan esa actitud aceptan que
valdría la pena probar el camino novedoso de anular la elección, aunque se
tenga que pagar el alto precio de soportar otro año de campañas y de renovar la
confianza general en instituciones en decadencia. Pero no creen que sea
posible. Por eso se dedican a explorar opciones.
Una imagen empieza a recoger el estado de
ánimo. Si una edificación se cae tras un terremoto, nadie empezaría la
reconstrucción por el techo; hay que limpiar primero el terreno y luego reparar
los cimientos. Para reconstruir el país destrozado, en estado de emergencia,
hay que concentrarse en el suelo social y depender de la gente común que lo
habita, no de líderes, ideologías, vanguardias o partidos. Sólo los hombres y
mujeres ordinarios de comunidades, barrios y colonias pueden recomponer el
tejido social y empezar la obra de regeneración. Cuando llegue el momento se
ocuparán de ponerle techo a la nueva construcción. Así ha sido siempre tras un
desastre… y cuando se trata de cambiar un régimen.
Para este grupo creciente, el 1º de julio se
desgarró el último velo que cubría lasinstituciones democráticas. Se hizo
evidente que sólo sirven para tratar de disimular el carácter despótico del
régimen. Les parece ridículo seguir discutiendo sobre sus colores o supuestos
remedios, cuando los operadores del sistema presionan ya por cerrar el ciclo y
acelerar la implementación de la agenda siniestra que han comprometido:
entregar lo que queda del país a la ocupación privada y profundizar violencia e
intimidación para facilitar esa entrega y someter el descontento. Creen contar
con una sólida base social, además de sus porros, paramilitares y
organizaciones mafiosas.
Quienes consideran obsoleta la convicción
leninista de que lo importante es tomar el poder conquistando los
aparatos de Estado, por cauces legales o golpes de mano o de fuerza, se
concentran en desmantelarlos. En vez de buscar el poder de arriba, por
cualquier vía, estructuran y organizan el poder de abajo. En vez de persistir
en la fantasía de democratizar la democracia liberal o suavizar el despotismo
democrático con mayor participación ciudadana, crean auténtica democracia donde
la gente está. Esta alternativa no puede colgarse de programas imaginados por
dirigentes, sino que se construye desde abajo como plan nacional de lucha. Por
eso, quizás, la descalifican quienes hacen grandes planes para evitar la
imposición. Discursos grandilocuentes con retórica pretendidamente radical
sofocan las voces de quienes presentan esa visión alternativa. Pero esas voces
son las realmente radicales y en ellas parece encontrarse la esperanza. No se
dejarán gobernar por los de arriba, quienesquiera sean.
Hace unos días Stephane Grueso resumió el
movimiento equivalente en España en términos que sería muy útil escuchar aquí:
“Decimos que esta es una revolución popular. Nosotros somos el pueblo. No somos
un partido. No somos un sindicato. No somos una asociación. No somos indignados.
No estamos enojados. Somos el pueblo. Estamos en todas partes. Aquí, en Madrid,
cada fin de semana hay 104 asambleas de vecinos. En cada una de las asambleas
hay de cinco a 15 personas que se reúnen para hablar de política en gran
escala, de lograr la paz en el mundo, pero también de política en pequeña
escala: qué problemas enfrentamos en nuestro vecindario. Esto sucede cada
semana y esto es el 15-M. Estamos conectados y trabajamos juntos en España y
con otros países. Estamos logrando cosas, no nos hemos detenido. No somos tan
visibles ahora, pero seguimos trabajando y volveremos a salir a las calles”.
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