José Antonio Rojas Nieto
Nada es tan fundamentalmente demandado como
un empleo. Más todavía, un buen empleo. Y digo fundamentalmente porque es
cierto –como un buen número de amables lectores me lo ha comentado en estos
días– que la alimentación, el vestido, la vivienda, entre otras necesidades
básicas, también representan parte medular de la preocupación cotidiana de
personas y familias. Pero, quien tiene un buen empleo tiene –por decir lo
menos– capacidad para solventar esas y otras necesidades. En cambio –como gusta
decir Perogrullo– quien no lo tiene, no la tiene. Más aún, el grado en que se
disponga de las cosas útiles, necesarias, convenientes y gratas de la vida
–dice Adam Smith– depende de la mayor o menor capacidad productiva del trabajo,
del empleo y, sin duda, del mayor o menor ingreso que permita.
A decir de algunos buenos especialistas en
ocupación y empleo (por ejemplo Brígida García en análisis del empleo y la
familia, Mercedes Pedrero en investigaciones sobre género y trabajo doméstico y
extradoméstico, Hilda Eugenia Rodríguez Loredo en estudios de género, Carlos
Salas en trabajos sobre ocupación, pobreza y programas sociales, el mismo Salas
con Luis Quintana y Blanca Garza en algunas comparaciones internacionales del
empleo y –para sólo señalar uno más– Eduardo Zepeda en estudios sobre
restructuración económica, empleo, cambio técnico y salarios) tener un buen
empleo no se reduce a tener un buen salario. Es necesario –acotan– tener acceso
a la seguridad social, a los derechos de trabajo (pensión por cesantía, retiro
o vejez, entre otros) y –sin duda– estabilidad laboral. ¡Y qué decir de los
derechos a la contratación colectiva, a la sindicalización y a la huelga¡ Por
cierto, a decir de algunos de estos especialistas, el empleo en micro-unidades
(cinco o menos trabajadores que, por cierto, incluye el trabajo por cuenta
propia y en el que sobresale el comercio al por menor y los servicios
personales) es el más abundante de los últimos años en México (más de
80 por ciento de los nuevos empleos de 2008 en adelante).
Pero no es un buen ejemplo de buen empleo. En
números redondos, una población de 115 millones de habitantes (52 por ciento
mujeres) en el México doliente de hoy, cuenta con una población económicamente
activa (PEA) de 50 millones de personas, 30 del género masculino y 20 del
femenino. Los hombres de la PEA representan 56 por ciento de la población
masculina total. Y las mujeres apenas 32 por ciento de la población femenina
total. El último registro oficial (primer trimestre de 2012) indica una
ocupación cercana a 95 por ciento.
Así, la desocupación oficial –cercana a 5 por
ciento de la PEA– es equivalente a 2 y medio millones de personas.
Lamentablemente 30 por ciento de la ocupación es del llamado empleo
informal, es decir, en el que por lo general hay precariedad, mal salario y
malas prestaciones. Por eso, si a las personas oficialmente desempleadas
sumamos las que oficialmente tienen una ocupación reconocida como
insatisfactoria –por salario, prestaciones o tipo de ocupación en sí– el número
de personas que se encuentra en búsqueda de empleo (identificado oficialmente
como tasa de ocupación parcial y desocupación) supera los 5 y medio millones.
La mitad es de mujeres. Terrible realidad a enfrentar en los próximos años. Más
todavía si reconocemos –como dicen las cuentas oficiales– que los pagos a los
ocupados tienen un peso reciente de entre 29 y 32 por ciento en el producto
interno bruto (PIB). Esto contrasta con 37 o 38 por ciento que registraran las
llamadas remuneraciones a los asalariados a finales de los 80. En buen romance:
no menos de seis, siete u ocho puntos del PIB que se destinaban a los ocupados,
hoy son beneficios brutos de los empleadores o impuestos netos de subsidios del
gobierno. Pero ¿qué es lo que explica el número de empleos existentes y
–eventualmente su incremento o su disminución? La respuesta académica es
sencilla: el nivel de la actividad económica. Pero explicar no sólo este nivel
de la actividad económico, sino su estructuración productiva, laboral y
salarial, exige estudiar con detenimiento algunas variables económicas
fundamentales. Una de ellas –sin duda– la de la formación de capital o
inversión, que determina –en última instancia– no sólo ese nivel de actividad
económica, sino su estructura.
Y en el mundo económico de hoy –abierto e
internacionalizado– atrás de esa formación de capital o inversión se encuentra
–¡qué duda cabe¡– la mayor o menor competitividad, es decir, la mayor o menor
capacidad productiva del trabajo y su correlato, la capacidad de ahorro. Por
eso, en una segunda aproximación a este requerimiento social fundamental –el
empleo– profundizaremos sobre la evolución del ahorro, la inversión y la
productividad social del trabajo. Y nos ayudaremos de especialistas para ello.
Sin duda.
NB Observé desde hace muchos años el trabajo y
las preocupaciones del arquitecto Jorge Legorreta, como observé y he seguido el
trabajo de arquitectos y urbanistas imprescindibles para nuestro país, para
nuestra ciudad: Copevi, Cenvi, Talleres de la UNAM y Grupos de la UAM. Y muchos
más, muy pero muy brillantes y que –como dijo Iván Restrepo de Jorge Legorreta–
con responsabilidades públicas que no utilizaron para enriquecerse. Vaya un
reconocimiento a ellos. Extrañaremos ver a Jorge cruzar todos los días por la
Roma para ir a su oficina en el hermosobasement de la Casa del Poeta.
Abrazo a su familia.
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