La democracia quiere, pero el Estado no puede
Rolando Cordera Campos
Curiosa democracia consolidada es ésta, en la
que una y otra vez debe darse cuenta de que los actores políticos están en su
derecho de actuar, protestar e impugnar y que hacerlo no pone en peligro ni al
estado de derecho ni a sus instituciones, pero en esas andamos y por lo visto,
leído y oído, andaremos.
Mientras se arregla el litigio y pasamos a un
momento más de la transición a nunca jamás, lo importante se pierde de vista y
las revelaciones del proceso electoral se hunden en la hojarasca de los dimes y
diretes, el juego sucio del dinero sucio y las bravatas con que se quiere
encarar una crisis política que puede pasar a mayores, si los contendientes se
descuidan y el conflicto social un tanto larvado que acompañó a la sucesión
presidencial, irrumpe sin permiso ni cauce. La relación entre política y
sociedad se vuelve prístina, lo que no quiere decir que eso sea cosa buena; sin
mediaciones, la confrontación se impone como único medio de comunicación entre
la gente, sus comunidades y el Estado, y las posibilidades de modularla se
reducen con las horas.
Lo importante es, desde luego, la democracia
y sus capacidades de formar gobiernos congruentes con ese origen. Para ello no
bastan ni el compromiso personal ni el reclamo popular o de la sociedad civil;
se requieren formas y agencias bien atemperadas, además de las leyes generales,
constitucionales o secundarias que les dan sentido y, desde luego, una efectiva
y probada disposición de los actores políticos y sociales a someterse al
dictado de la ley y a respetar la acción institucional, lo que, hay que reiterarlo,
no implica obediencia incondicional y mucho menos renunciar a la crítica del
edificio en su conjunto o de sus partes.
Si esto es lo importante, hay que admitir que
la nuestra no es una democracia consolidada y que, a más de tres lustros de su
implantación codificada, tampoco lo será a base de votos y nuevos añadidos a
una de por sí pesada, churrigueresca, legislación. Es en esta perspectiva que
insistir en que urge una reforma profunda del Estado, como hizo el jueves
Adolfo Sánchez Rebolledo, no es un canto a la bandera sino una condición para
que el país pueda precisar los términos de un futuro acuerdo nacional con miras
a reformar la Constitución y el régimen político que le da vida y aliento. No
es esta reforma una aspiración más sino un requisito fundamental para conservar
el pluralismo alcanzado y, en verdad, avanzar a una democracia que sea, a la
vez, una forma de gobierno para todos. Lo que, a la luz de lo ocurrido, no ha
sido.
El proceso electoral inconcluso ha revelado
muchas cosas que los estudiosos de la política y sus formas deben estar ya
deglutiendo. Una es el enorme déficit organizacional que acusa el sistema
político emergido de la transición, en especial los partidos políticos.
El lazo funesto entre dinero y política no se
reduce a la compra de los votos, sino al hecho elemental de que los partidos no
cuentan con militantes sino con servidores asalariados, muchas veces de manera
informal, y que para difundir sus mensajes y convocatorias no tienen de otra
que acudir a los medios de información masiva, lo que en las circunstancias
actuales los vuelve tributarios más o menos sumisos o solícitos. Esto, de
entrada, distorsiona sin remedio las relaciones cotidianas y de fondo entre el
poder del Estado, constituido en el pluralismo constitucional, y los poderes
que emanan de las relaciones económicas y sociales, proclives al
establecimiento de tratos opacos y bilaterales con el Estado. El nudo
resultante está a la vista de todos, pero fue la protesta de los estudiantes la
que lo transparentó como una asignatura pendiente de la democracia mexicana.
El núcleo de las revelaciones se ubica en el
terreno de la política y sus organizaciones y no en la normatividad, siempre
molesta y siempre imperfecta y, por ello, perfectible. De aquí, otra vez, la
necesidad de reconocer que los partidos no han estado a la altura de la dichosa
consolidación democrática; que dieron de sí al consumarse la transición votada en
la alternancia y que fueron incapaces de encarar como tales, como entidades de
interés público, las tareas transformadoras que dicha transición reclamaba para
desembocar en un nuevo régimen político y jurídico.
En vez de ello, los grupos dirigentes
prefirieron verse como clase, lo que a su vez derivó en una nefasta
mitomanía que marcó indeleblemente al sistema político, hasta paralizarlo como
mecanismo de ajuste real del Estado en su conjunto. Éste es el contexto de la
deriva que viven el gobierno y su partido, así como de la grave indefensión
política en que se va a dejar al Estado una vez que pueda consumarse la
sucesión presidencial.
Sin considerar lo importante ni tomar nota de
lo revelado, el país entero aparece inerme ante las inclemencias del tiempo,
que no son otras que las de una crisis que se renueva y hoy amenaza con otra
recesión más o menos generalizada. Salir al paso de este espectro, reclama
acción firme e inmediata en el plano internacional, a la vez que de ambiciosas
mutaciones de la economía política global, una y otra vez pospuestas.
Sin consensos ni manera de construirlos y
echarlos a andar, muchas economías políticas nacionales corren el riesgo de ser
avasalladas por las grandes corrientes de cambio desatadas por la propia
crisis, que las potencias buscan encauzar para su propio beneficio y
reproducción. Blindados o no, abiertos al mundo y denodados guerreros de un
libre comercio en buena medida ilusorio, nosotros estamos en esta coyuntura que
con los días se torna realidad ominosa y sin escape.
Frente a esto, las ocurrencias y actos de fe
libre cambista del presidente en campaña sirven para bien poco. Como ocurre con
las nueva metáforas, olímpicas esta vez, acuñadas por nuestro inefable
gobernador del Banco de México.
En ambos casos, podríamos detectar también
otra serie de grandes disonancias entre una democracia que quiere ser y un Estado
que no puede darle curso. Si el remolino no nos alevanta, habrá que volver a
esta problemática que define el corazón de toda economía política moderna, o
que pretenda serlo, más que un campo de pruebas de las multinacionales, como al
parecer quiere Calderón con su libre comercio de opereta.
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