Rolando Cordera Campos
La política se encargó de que algunos temas
fundamentales pasaran al archivo muerto de nuestros descuidos históricos. Uno
de estos pendientes es el de la desigualdad inicua que caracteriza nuestra vida
moderna y marca como hierro nuestra convivencia.
El cambio verdadero postulado por la
izquierda encabezada por Andrés Manuel López Obrador, puso en segundo término
su valiosa consigna de que por el bien de todos están primero los pobres, pero
ahí estuvieron muchos de estos votando por su candidato hasta causar pánico en
las filas del conservadurismo y la reacción. Pero el tema no estuvo en el juego
de la retórica democrática y los otros partidos y candidatos prefirieron darlo
por sabido. Nos dedicamos a la política normal de supuestos iguales, cuando el
escenario sigue manchado por la irregularidad social, la inseguridad patente y
el abuso del poder cuando quiera que se puede o se supone que se debe, como es
el caso del presidente Calderón, cuyos usos y costumbres de despedida del cargo
rayan en el exceso obsequioso o el desplante bravero de otros tiempos.
Otras voces y otros ámbitos, decía Truman
Capote, pero no es nuestro beneficio. Por alguna razón que los sicólogos
dilucidarán a destiempo, la sociedad mexicana abierta y global de esta época es
a la vez una comunidad omisa y olvidadiza que, como las buenas familias de
otros y pasados tiempos, opta por el silencio sobre las cuestiones
fundamentales. Las buenas conciencias de Carlos Fuentes reclaman sus fueros
como si no hubiéramos crecido y cruzado el mundo de la posmodernidad
derrochando recursos básicos que ahora se ponen a la venta sin pudor ni recato,
como prueba de madurez o mayoría de edad.
Los senderos de la modernidad mexicana se han
cruzado pero no anuncian la llegada pronta a una nueva grandeza, de la que Novo
o Balbuena pudieran enorgullecerse. Lo que parece ofrecerse es la medianía,
cuando el tamaño de la sociedad y, a pesar de todo, de su economía, no puede
sino demandar desarrollo en grandes números para por lo menos seguir en pos del
progreso y el bienestar que postularan los antiguos como meta nacional
compartida. En estas estamos y decepcionantemente la democracia, con sus mitos
y ritos, parece empeñada en convertirlos en dogma del quehacer nacional y hasta
popular.
El reto de este momento, signado por el
cambio de los poderes y el ascenso y descenso de las elites gobernantes, no
puede ser otro que el de superar la pobreza de masas y avanzar civilizadamente
en el camino de la igualdad. Para eso y no para otra cosa es que los modernos
inventaron la democracia y sus seguidores la convirtieron en máquina
distribuidora de bienes, ingresos y oportunidades. Después de aquellarevolución
de la madrugada de la que hablara Gilly y Rafael Galván buscara actualizar
con la lucha organizada de los trabajadores, lo que le queda a los mexicanos de
la globalidad es ajustar los cinturones para un vuelo incierto de
modernización, desarrollo e igualitarismo.
Ojalá que la izquierda que nos queda se ponga
las pilas pronto y se arriesgue a dibujar un nuevo curso y un discurso acorde
con sus tradiciones más valiosas. Sería la mejor manera de volver a exigir un
lugar de honor en el mundo que dolorosamente se gesta al calor de tanta crisis
y tanta hipocresía. Nos guste o no, ese es el camino a andar en este verano del
descontento general.
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