Razonar y votar, para cambiar de verdad
Rolando Cordera Campos
La idea del cambio se apoderó de la
imaginación política nacional, aunque poco se haya hecho para calificarlo y
ofrecer a la ciudadanía un perfil creíble de la transformación propuesta. Sólo
desde la izquierda y su candidato presidencial se ha hecho un esfuerzo por
darle a la convocatoria un sentido y una estructura concretos y susceptibles de
ser evaluados por cualquiera.
La campaña ha derivado por rutas ominosas y a
veces del todo inaceptables, para una opinión pública comprometida con la
democracia y sus métodos. Para los peculiares prefectos de la sociedad civil
que califican y descalifican a su gusto, no bastó el compromiso explícito de
López Obrador con los organismos responsables de vigilar y administrar el
proceso electoral; a cambio, se fomenta la histeria contra el candidato de la
izquierda hasta extremos grotescos, disfrazados de defensas fariseas de la
democracia y sus ritos.
Rumbo a la cita del próximo domingo, conviene
precisar que no son el carácter o las veleidades del abanderado del Movimiento
Progresista los ponen en riesgo la institucionalidad democrática del país; ha
sido y es el abuso que se ha hecho del Estado desde el Estado mismo lo que nos
ha llevado al borde de un precipicio poblado de criminalidad y ambición
perversa, donde se dan la mano poderes de hecho y proyectos contrahechos
dirigidos a convertir la compra y venta de protección, y la subasta de los
recursos nacionales, en el eje de una ruptura constitucional abierta.
Desde el vértice del poder económico y el
mando estatal, se teje una trama aviesa en la que se busca involucrar a las
capas medias de la sociedad, aterradas por la violencia y sofocadas en sus
expectativas por la falta de empleo digno y la absurda concentración del
privilegio a que se ha llegado en estos primeros años del ciclo democrático
mexicano. Las cartas de un nuevo autoritarismo se echan sin pudor, aunque se
vean marcadas por el exceso anticonstitucional en que han incurrido las fuerzas
de la marina armada, dando pleno aviso de que el control nacional y legítimo de
la fuerza y la violencia puede perderse sin más.
En el otro flanco de la seguridad interior
del Estado se viven horas de angustia, de las que son emblemáticos los abusos
contra los generales sometidos a ilegal encierro. Y los estallidos de bombas,
granadas y petardos cierran por lo pronto un círculo incandescente, que sólo
podrá romperse con organización popular y conciencia cívica.
No es la izquierda la que pone en la picota
la institucionalidad política que con tanto esfuerzo y costo ha podido erigir
la sociedad para encauzar y darle sentido constructivo a la lucha por el poder
del Estado. Tampoco pone en peligro la izquierda a la economía abierta y de
mercado que hoy (mal) organiza el intercambio, la producción y la distribución
de bienes e ingresos.
Su apuesta por un cambio verdadero es la de
un empeño tranquilo y gradual, aunque deba reconocerse que su triunfo impondría,
y pronto, una revisión de los ritmos del cambio para ir a un gradualismo
acelerado, como el que reclama una cuestión social que se agrava con los días.
No está ahí el fogón maldito donde se cuece la corrosión precoz de nuestra
democracia.
¿Dónde, pues, anida la serpiente? Hoy por
hoy, el peligro se gesta en los recovecos del poder concentrado, que es el
verdadero y único enemigo de la transparencia que reclaman los jóvenes y de una
ampliación democrática hacia la equidad laboral y la justicia distributiva,
como lo exige un país acosado cuyas potencialidades se han visto sometidas al
más bárbaro de los dictados de la necedad financiera y la miopía económica. Y
es de esto que nos ha hablado el discurso central de la izquierda y su
candidato, y es por ello que hay que votar por un futuro conquistable, que sólo
puede emprender el enorme contingente popular que ha emergido al calor de la
sucesión presidencial.
Como insistía sin reposo el general Lázaro
Cárdenas: organizar al pueblo y fortalecer las instituciones. No hay otra vía
para salir al paso de la desventura que se ha apoderado de México, hasta darle
intensa y renovada actualidad a la gran pregunta que se hacía Octavio Paz al
prologar el libro que su padre dedicara a Zapata: ¿Cómo podremos llegar,
sin trastornos ni disturbios, de manera pacífica y gradual, a formas de vida
más democráticas, pluralistas y civilizadas?
Sólo con y desde la izquierda progresista
podrá el país darle al porvenir un contorno habitable y a la sociedad la
seguridad genuina que no puede más que descansar en una democracia siempre
abierta a la intervención popular y sólida por la legitimidad siempre renovada
de sus instituciones fundamentales. Este es el compromiso a ratificar con el
voto del domingo por López Obrador y las candidaturas progresistas para el
Congreso y la Asamblea.
Que las supercherías de la derecha y el
privilegio desembozado se queden en su casa.
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