Cambio verdadero o barbarie
Por: Jaime Ornelas Delgado
Es cierto que en su momento Andrés Manuel López Obrador mando al diablo a sus instituciones; es decir, aquellas que le robaron al pueblo de México la elección de 2006, o las que infiltradas por la corrupción y llenas de corruptos mantienen en vilo al país y han hecho de la impunidad un lucrativo negocio que han hecho del país una extraña sociedad de delitos sin delincuentes, situación que condena al país a la violencia sinfín por la reiteración de delitos que al no ser perseguidos ni castigados deterioran la vida social y llenan de miedos y acentúan la desesperanza de la población en el presente y el futuro.
Suponiendo también, sin conceder, que haya sido Andrés Manuel López Obrador, y no una parte del pueblo de México, quien “tomó la Reforma” para iniciar la resistencia civil en contra de un gobierno espurio y de ilegítimo origen (el fraude no puede otorgar legitimidad a nada ni a nadie), parece un mero detalle que palidece ante lo que fueron 70 largos años de un régimen autoritario, que sólo entre 1934 y 1940, con Lázaro Cárdenas, alcanzó la dignidad de gobierno revolucionario, que las otras administraciones de esas largas siete décadas jamás siquiera vislumbraron.
El recuento puede comenzar en los años 1958 y 59 –aunque antes, mucho antes, la represión generalizada y selectiva ya se había convertido en el recurso del método de los “gobiernos emanados de la revolución” para mantener la estabilidad política en el país–, cuando fueron reprimidos violentamente los profesores miembros del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) que habían llevado a la dirección de la Sección IX al comunista Othón Salazar; en esa época fueron también reprimidos duramente los telefonistas, los carteros, los petroleros y, especialmente, los ferrocarrileros que encabezados por Demetrio Vallejo y Valentín Campa habían emprendido el camino, que en cualquier parte del mundo sería una demanda respetable y respetada: la democracia sindical. En cambio, los autollamados gobiernos de la revolución aplastaron la demanda y los demandantes pagaron, algunos con la vida y otros muchos con la cárcel sus anhelos libertarios. Luego, el 23 de mayo de 1962, Rubén Jaramillo, dirigente agrario de Morelos, zapatista y comunista, fue villanamente asesinado junto con su mujer Epifanía (en estado avanzado de embarazo) y sus tres hijos. Este crimen de un dirigente camerino se unió a los asesinatos previos cometidos en contra de J. Guadalupe Rodríguez, Primo Tapia, Luis Morales y del ferrocarrilero Román Guerra Montemayor.
Una década después los vientos frescos de la democracia trajeron el movimiento de 1968, cuya demanda central era la democratización del país y la libertad de los presos políticos, así como la derogación de los artículos del código penal que perseguían los delitos de opinión ¡y de pensamiento! Sordo, poderoso y arrogante, el gobierno de Díaz Ordaz terminó aplastando la semilla de la libertad un inolvidable 2 de octubre; desde entonces el dolor no cesa; menos de tres años después, ya con Luis Echeverría en la presidencia, una pacífica manifestación celebrada el 10 de junio de 1971 en la Ciudad de México en apoyo a los estudiantes de la Universidad de Nuevo León que luchaban contra la imposición de una ley orgánica que incluía en el Consejo Universitario a representantes de empresarios y de los sindicatos, fue masacrada por Los Halcones, grupo paramilitar cuyos pasos volvieron a escucharse recientemente cuando, provenientes de los estados de México y Morelos, llegaron hasta el Estadio Azteca miles de personas en 400 autobuses para amedrentar a los jóvenes que en ese lugar, con todo derecho, se manifestaban como miembros del movimiento #YoSoy132.
Más recientemente, Aguas Blancas (28/06/1995), Acteal (22/12/1997), El Charco (7/06/1998) y Atenco (3/05/2006), por sólo mencionar algunas masacres que son la muestra de que la represión, la violencia, la criminalización de los movimientos sociales y de los luchadores y dirigentes populares han sido la esencia de ese régimen autoritario que persiguió al pueblo y se alió a la delincuencia para gobernar a nombre de una revolución que jamás conocieron, ni se interesaron por conocer y que traicionaron apenas institucionalizaron el poder.
No fueron muy distintos los 12 años que siguieron a los gobiernos de la “revolución institucionalizada”. Cerca de 70 mil muertos y 10 mil desaparecidos son demasiados. Y lo son, cuando muchos de ellos apenas si se cuentan como daños colaterales. Jóvenes asesinados en fuego cruzado, a los que se intentó inculpar como delincuentes “sembrándoles armas”; familias tiroteadas por “pasarse un retén”; decenas de personas bajadas de autobuses y asesinadas sin más; violencia sin fin y sin sentido contra los migrantes y contra quienes los auxilian; persecución de defensores de los derechos humanos y hostigamiento contra periodistas que son agredidos y asesinados impunemente; en fin, una situación de inseguridad que no parece tener solución y una creciente militarización del país que pone en riesgo los escasos márgenes democráticos con los que aún contamos, son los parámetros en los que se desenvuelve actualmente la vida en México.
Ante este relato que refleja pálidamente la situación del país, ¿que puede significar la “toma de la Reforma”?, que además, bueno es decirlo, desactivó la violencia que se trató de imponer desde el poder cuya vocación represiva no ha cesado.
Ahora nos tocará decidir por el cambio verdadero o la restauración del autoritarismo o la continuidad neoliberal.
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