Ley de víctimas: avance y síntoma
EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
Por unanimidad, el Senado de la República
avaló ayer el dictamen de la Ley General de Víctimas, ordenamiento que dicta,
entre otras cosas, el derecho a la reparación integral del daño y a la
asistencia jurídica, médica y económica de quienes padezcan ataques de la
delincuencia o abusos en garantías individuales por las autoridades; prevé la
creación de un registro nacional de víctimas y de un fondo permanente de ayuda
y reparación integral, y pone esos mecanismos bajo control de un Sistema
Nacional de Víctimas en el que estarán representadas las organizaciones de la
sociedad civil.
A reserva de que lo que
pueda ocurrir en días próximos en la Cámara de Diputados –donde la referida ley
tendrá que ser analizada y, en su caso, aprobada–, la luz verde otorgada ayer
en el Senado es un hecho meritorio porque corrige una omisión, en el marco
legal mexicano, de mecanismos institucionales que obliguen al Estado a
reconocer y reparar los abusos y atropellos cometidos contra la población, ya
sea por delincuentes o por las propias autoridades. Tal omisión –que hoy por
hoy se traduce en un margen de desprotección para la población y en un manto de
impunidad para quienes atentan contra ésta, ya sea dentro de las instituciones
o fuera de ellas– se torna más grave en un momento como el presente, en el cual
convergen la violencia y la barbarie de las organizaciones delictivas con los
atropellos y vejaciones cometidos por autoridades en el contexto de la guerra contra
el crimen organizado, y cuando los gobiernos de los distintos niveles han
manifestado falta de interés por la situación de las víctimas en general.
Otro aspecto saludable
del referido aval es que, con él, el Senado de la República cumple, así sea con
casi un año de retraso, con uno de los principales compromisos formulados por
el Legislativo a las organizaciones sociales que en meses previos se han
movilizado por la pacificación del país y por la justicia para las víctimas y
sus deudos, que han formulado severas críticas a la estrategia de seguridad en
curso y han presionado por su modificación.
Tal actitud contrasta,
por desgracia, con la indolencia y falta de respuesta del Ejecutivo federal a
esos mismos reclamos: más allá de las reuniones vistosas y mediáticas
encabezadas por su titular, Felipe Calderón, con organizaciones de la sociedad
civil y con personajes afectados por la violencia, el gobierno federal ha sido
renuente a ensayar una variación real en su impugnada estrategia de combate a
la delincuencia organizada, y ha desoído los reclamos formulados por la
población ante los desastrosos resultados de la misma.
Por último, no deja de
ser preocupante que el Estado mexicano requiera modificaciones al marco legal
para corregir o atenuar una circunstancia que, en sentido estricto, no tendría
que haber ocurrido si la administración federal hubiese atendido desde un
principio a sus responsabilidades básicas –empezando por la protección de la
vida y la procuración del bienestar de las personas–; si hubiese diseñado, en
consecuencia, una política de seguridad que priorizara la protección de la
población y la pacificación del territorio nacional, y si se hubiesen
sancionado, por principio y en forma enérgica, los atropellos cometidos por
quienes supuestamente deben resguardar el estado de derecho. En suma, sin
demeritar el carácter positivo de la ley referida, ésta representa un indicador
de la pérdida de capacidad del Estado para cumplir con sus obligaciones más
elementales, y si ese deterioro no se corrige en un plazo más bien corto,
llegará un momento en que no habrá ley ni reforma que alcancen para revertirlo.
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