¡Es la soberanía!
Rolando Cordera
Campos
En Europa se pone a prueba, con intrigante
insistencia, una de las definiciones clásicas de locura: hacer la misma cosa
una y otra vez y esperar que haya resultados diferentes. La imposición de la
señora Merkel de una receta emanada de uno de los grandes mitos teutones
contemporáneos, el del equilibrio fiscal, no puede sino resultar en más de lo
mismo pero peor: la austeridad, entendida como contracción de la actividad
económica, profundizada por el recorte fiscal, sólo puede arrojar más
desempleo, menos consumo, menos recaudación e, inevitablemente, reproducción
del déficit fiscal… para volver a empezar.
De eso sabemos bastante
y, como dijeran en su momento Nathan Warman y Vladimiro Brailovsky, no puede
sino aterrizar en una política económica del desperdicio. Trasladar el
dogma del FMI a la Europa actual, acostumbrada al confort y a la seguridad, la
democracia y la apertura pausada a los nuevos mundos de la tecnología y la
producción puede llevar al viejo continente, y al resto del mundo, a un enorme
desgaste social y político, sin que lleguen en su auxilio en el momento
necesario las maravillas que promete la tercera revolución industrial recientemente
anunciada por The Economist.
El mundo da vueltas y la
política no cesa, como hemos atestiguado en la Francia de los extremos, pero
sus componentes nacionales y regionales no giran a la misma velocidad dando
cuenta de la tozuda vigencia de una de las pocas leyes de la historia humana:
la del desarrollo desigual y combinado que, para Trotsky, era la clave de la revolución
mundial y permanente.
Aprovechar las ventajas
del atraso, para confrontar la intención de los países exitosos de evitar que
los que les siguen suban a la cumbre, como lo muestra Ha Joon Chang en Pateando
la escalera (Juan Pablos, México, 2010), se ha logrado con creces en
Asia, en particular en el Reino del medio. Para México, sin embargo, este
empeño se volvió en las últimas décadas una calamidad, una pesadilla del
(sub)desarrollo, debido al imperio del más gastado e improductivo de los
cánones económicos que pone por delante una estabilidad macroeconómica con pies
de barro, sólo mantenida a costa de injustificables sacrificios en la inversión
pública, la infraestructura física y humana, y en el desempeño mínimamente
aceptable del Estado, que se nos presenta desnudo y famélico, sin poder cumplir
con sus deberes históricos elementales.
La inseguridad pública
imperante va de la mano con la insuficiencia estructural de la seguridad
social, cercada férreamente por la informalidad laboral y la pobreza de masas,
imposibles de exorcizar por el ridículo discurso de los descubridores de
las clases medias mexicanas. Por años, los mexicanos vivimos la seguridad
personal o comunitaria como algo azaroso, cuyo cumplimiento dependía en gran
medida de la astucia o la destreza con que cada quien se las arreglara para no
topar con la policía o los judiciales y, por encima de todo, para no llegar a
la barandilla del Ministerio Público. Así pasó la vida, hasta hacernos creer
que el país conseguiría un equilibrio virtuoso aunque informal, de usos y
costumbres en los cuales sostener la modernización económica y unas relaciones
sociales y políticas civilizadas.
Todo por servir se acaba
y en los años setenta dicho equilibrio empezó a hacer agua. El presidente López
Portillo pensó que necesitaba un amigo que le cuidara las espaldas y eligió al Negro Durazo,
mientras la Brigada Blanca hacía de las suyas, mataba a
diestra y siniestra, traficaba con vidas y bienes, contrabandeaba y liquidaba
comunidades campesinas y juveniles, tratando de imponerle a la sociedad y sus
capas más despiertas la idea de que el delito podía ser un bien público.
Las operaciones
Cóndor, desatadas para quedar bien con Nixon y sucesores empeñados en
su absurda guerra contra las drogas, trajeron consigo abusos de judiciales y
soldados, pero también el tema crucial de los derechos humanos que floreció
gracias a las ONG comprometidas con la cuestión y, desde luego, al compromiso
de Jorge Carpizo y sus compañeros con una tarea que no puede ni podrá
consumarse sin el concurso activo del Estado.
La infausta saga del
cambio estructural para la globalización acelerada de México desembocó en una
explosiva bifurcación de sus precarios mercados laborales, y los jóvenes
urbanos, educados por encima del promedio educativo nacional, empezaron a vivir
a partir de los años ochenta del siglo pasado la experiencia de la informalidad.
Ésta, se desenvuelve en un contexto de empobrecimiento masivo en el campo y la
ciudad y de desigualdad económica ostentosa, que pronto se volvió clasismo
excluyente y dispendioso sin que el desempeño económico nacional, mediocre y
medroso, pudiera servirle de justificación, como sí ocurrió, en alguna medida,
en la era del primer despegue mexicano que inaugurara el alemanismo en los años
iniciales de la segunda posguerra.
El contraste social y la
globalización de la imagen configuran panoramas que incitan al riesgo sin
considerar las consecuencias. Así, nuestra primera generación global despliega
sus experiencias vitales en la siempre peligrosa emigración, la ocupación
irregular y no siempre legal o, de plano, el reclutamiento criminal.
Aquel tristemente célebre
arreglo de compra y venta de protección con el Estado y de éste con los
criminales de entonces, estalló en mil pedazos y la inopia fiscal secular del
Estado nos ofrece su cara brutal y depredadora: no hay seguridad para nadie,
salvo la que cada quien pueda comprarse. Se impone un mercado salvaje de
derechos y coberturas, precisamente cuando la sociedad empieza a cursar sus
primeras asignaturas ciudadanas, la democracia se vuelve la lingua
franca del intercambio político y el país se internacionaliza mediante
el comercio, la emigración y la inversión trasnacional.
El Estado y su soberanía
se pasean desnudos y sus fuerzas militares del orden, las únicas leales al
régimen republicano que como realidad imperfecta y aspiración genuina de la
mayoría vivimos todavía, experimentan un desgaste mayor y una conjetura
aterradora: la de acabar por ser un ejército derrotado por quién sabe quien, en
una guerra donde lo único que no es fantasmal son las víctimas y sus familias,
entre las cuales deben contarse también soldados, oficiales y familiares.
Se acabó la simulación
fiscal, y la legitimidad dudosa, crecientemente cuestionada, del Estado es una
verdad nada silenciosa, mucho menos en los territorios del poder internacional
donde el Presidente ha decidido lanzar sus penúltimas bravatas. Ésta es la
situación del (des)orden estatal mexicano y no habrá elección tranquila y legal
que pueda ocultarlo.
Sólo queda a la
democracia y a sus actores constitucionales, recurrir a lo que Arnaldo Córdova
y Gerardo Unzueta han propuesto como camino obligado para empezar a salir de
este círculo infernal: la soberanía popular, cuyo concurso y despliegue reclama
algo más que urnas transparentes.
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