EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
A sólo unas semanas de que concluya el
plazo para que más de 550 mil docentes de educación primaria se sometan a la
llamada evaluación universal, sólo 165 mil –es decir, menos de una tercera
parte– se han inscrito para la aplicación de las pruebas correspondientes. El
evidente fracaso de la referida política de escrutinio magisterial tiene dos
elementos de contexto ineludibles y contrastantes. El primero de ellos es la
intensa movilización que la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la
Educación (CNTE) llevó a cabo en semanas anteriores en la capital del país y en
otras ciudades, en demanda, entre otras cosas, de la derogación del requisito y
los plazos para la evaluación universal.
Por otro lado, el pasado
viernes, en el marco del consejo nacional del Sindicato Nacional de
Trabajadores de la Educación que se desarrolla en Baja California, la
dirigencia encabezada por Elba Esther Gordillo desestimó la aplicación de la
evaluación universal en el presente ciclo escolar, que concluye en junio, y
anunció que buscará renegociar ese mecanismo con el gobierno federal.
Debe recordarse que el
programa de evaluación universal docente –que se basa en la aplicación de
exámenes estandarizados a los profesores y a los alumnos, y en la asistencia de
los primeros a cursos de formación– constituye uno de los pilares de la
Alianza por la Calidad de la Educación suscrita en 2008 por el gobierno federal
y la dirigencia del SNTE. Por ello, aun con el deslinde formulado en estos días
por la cúpula gordillista, el fracaso de dicho programa debe entenderse,
también, como una derrota, así sea parcial, del proyecto educativo respaldado
por ésta y por la actual administración federal.
Es importante mencionar
que la resistencia de los profesores al proceso mencionado no equivale a una
oposición ante cualquier forma de evaluación docente, ni mucho menos a una
falta de compromiso con la calidad educativa –como han insistido los promotores
de ese tipo de políticas. Por el contrario, la razón principal de ese rechazo
pasa por la convicción de que el programa de escrutinio impulsado por la
Secretaría de Educación Pública y, en un inicio, por el SNTE, amenaza la
estabilidad y los derechos laborales de los trabajadores de la educación; los
pone en riesgo de pagar, incluso con el despido, por las deficiencias
estructurales que acusa el país en el ámbito de la enseñanza y no constituye,
para colmo, un mecanismo eficaz para identificar y corregir tales rezagos.
En efecto, la apliación
de pruebas estandarizadas para medir el desempeño educativo y docente ha sido
objeto de duras críticas por diversos especialistas en la materia –profesores,
pedagogos y autoridades educativas, entre otros–, en la medida en que esos
exámenes no toman en cuenta las diferencias sociales, culturales y económicas
que afectan al proceso de enseñanza; no consideran las desigualdades entre
planteles educativos y regiones, no ponderan conocimientos que resultan valiosos
en función de entornos específicos, y no permiten, por tanto, conocer los
factores que debilitan o fortalecen el aprendizaje de los educandos ni
ponderar, en consecuencia, las verdaderas capacidades pedagógicas de los
docentes. No es gratuito que en Estados Unidos, país pionero y principal
impulsor de este tipo de pruebas, persistan al día de hoy graves rezagos
educativos y un descontento generalizado por parte de los profesores por la
aplicación de una política educativa a todas luces fallida.
En todo caso, para que
este tipo de pruebas tuviera un mínimo de sentido, habría que empezar por
corregir las condiciones físicas ruinosas en que se encuentran miles de
escuelas primarias y secundarias en el país –consecuencia, a su vez, del
abandono presupuestario al que las recientes administraciones, incluida la
actual, han sometido a la educación–; por revertir el deterioro de las
condiciones de vida en millones de hogares de estudiantes a raíz de las crisis
económicas y de la aplicación del modelo neoliberal aún vigente, y por retirar
el control de los ciclos de enseñanza básica y media superior a la cúpula
mafiosa y antidemocrática que controla el sindicato magisterial. Y, desde
luego, niguna política de evaluación educativa tendrá perspectivas de éxito en
la medida en que no incorpore, en su diseño y aplicación, a los actores
principales del proceso de enseñanza, que son, precisamente, los maestros.
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