Ley de Tratados, retroceso histórico
EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
Ayer, en el pleno de la Cámara de
Diputados las bancadas del Revolucionario Institucional, Acción Nacional, Verde
Ecologista y Nueva Alianza votaron la derogación de las leyes sobre la
Aprobación de Tratados Internacionales en Materia Económica y sobre la
Celebración de Tratados y aprobaron la sustitución de ambas por una Ley General
sobre la Evaluación y Aprobación de Tratados, la cual fue turnada al Senado de
la República, el cual deberá ratificarla.
Como lo señalaron
diversos legisladores de oposición, el documento legal que se pretende
promulgar mutila gravemente las facultades senatoriales en materia de revisión
de los acuerdos, convenios, tratados e instrumentos que el Ejecutivo federal
celebre con otros gobiernos o con entidades extranjeras, reduce al Legislativo
a una condición meramente testimonial o lo convierte en una suerte de notaría
encargada de registrar y archivar los pactos que el gobierno federal quiera
firmar con instancias foráneas.
El hecho es grave porque
disiminuye los necesarios contrapesos a un Poder Ejecutivo que de por sí goza
de sobradas facultades y poderes explícitos y de muchos otros implícitos o
derivados, y los somete a la interpretación discrecional que el presidente en
turno haga de las leyes y, en particular, del artículo 76 constitucional, el
cual establece las potestades del Senado para conocer la política exterior y
aprobarlos tratados internacionales y convenciones diplomáticas que el
Ejecutivo federal suscriba, así como para fijar límites a las decisiones del
Ejecutivo en materia de desplazamiento de tropas fuera del país y a la
presencia en él de fuerzas militares extranjeras.
Un ejemplo reciente y
doloroso que ilustra claramente el escaso respeto a los preceptos constitucionales
y legales, y la facilidad con la que el Ejecutivo federal puede encontrar
rendijas jurídicas para eludir la aprobación senatorial prescrita, es la
Iniciativa Mérida, firmada por George W. Bush y Felipe Calderón el 30 de junio
de 2008 en la capital yucateca, impuesta sin la autorización formal del Senado,
y que ha conducido a una alarmante serie de claudicaciones en materia de
soberanía y es pieza central de una estrategia de combate a la criminalidad
que, a casi seis años de su implantación, ha llevado a México a una situación
catastrófica y a un colapso sin precedentes de la seguridad pública.
Antes, en el sexenio
foxista, y en la plena histeria belicista que caracterizó a las
administraciones de George W. Bush, el gobierno firmó su adhesión a la Alianza
para la Prosperidad y Seguridad de América del Norte (ASPAN), en lo que
constituyó una insensata alineación de México en un conflicto global (la guerra
contra el terrorismo) que no le concierne.
La Iniciativa Mérida y
el ASPAN no son casos aislados. Desde la firma del Tratado de Libre Comercio de
América del Norte, durante la administración de Carlos Salinas, los
instrumentos bilaterales y multilaterales signados por ese gobierno y por los
siguientes se han caracterizado por la insistente cesión a instancias
extranjeras de facultades y potestades que debieran ser exclusivas del Estado
mexicano. Con esa tendencia en mente, debiera preservarse, e incluso
fortalecerse, la capacidad del Senado para equilibrar decisiones
gubernamentales que no necesariamente son positivas para el país, su
independencia y su soberanía. Es indignante que la coaliciónde facto que
ha gobernado desde 1988 –así se encuentre hoy coyunturalmente fracturada por
razones de elección presidencial– haya operado, una vez más, en contra del interés
nacional.
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