Hermann Bellinghausen
No puede minimizarse el ascenso político de militares, marinos y policías de origen castrense desde que Felipe Calderón se hizo de la presidencia de facto mediante procedimientos documentadamente facciosos e ilegales. Es un hecho innegable, no siempre explícito, en buena parte del territorio nacional y con base en una nueva idea de la seguridad nacional sin sus tradicionales resonancias en términos de soberanía o independencia. Esta sería una de las explicaciones de la triste, desangelada y poco prestigiosa celebración del bicentenario en 2010, en contraste con los festejos, bastante más espontáneos y alegres, de las también bicentenarias independencias bolivarianas y del Cono Sur.
El estado de emergencia decretado desde Los Pinos –bajo el cual avanzan los síntomas de descomposición, retroceso en los derechos civiles y pérdida de soberanía– encuentra en la militarización causa y efecto. Las muertes colaterales, los allanamientos arbitrarios, las detenciones injustificadas, la renovada práctica de la tortura y las desapariciones se justificarían con base en una necesidad de la seguridad que los ciudadanos, en particular los jóvenes, consideran perdida.
Como se sabe, una reciente encuesta universitaria arrojó alarmantes resultados al mostrar que los adolescentes justifican la tortura con “buenos fines” y la pena de muerte contra los “malos”. Resulta doloroso ver a qué valores responden las nuevas generaciones. No podemos deslindar de esto a la prédica ideológica de los intelectuales reaccionarios, a la devaluación cualitativa y ética de la educación pública (y el paralelo avance de la enseñanza privada, elitista y ultra conservadora), ni a la calculada histeria de los medios electrónicos.
A México le tomó más de un siglo retirar a los militares del poder político. El último general presidente, el olvidable Manuel Ávila Camacho, dejó el poder al terminar la Segunda Guerra Mundial. Hoy, aunque el Estado sigue formalmente en manos de civiles, a ojos vistas militariza su conformación y sus procedimientos con base en justificaciones falaces o profecías autocumplidas de caos y criminalidad. El ejercicio periodístico se ha vuelto peligroso, y los medios optan razonablemente por proteger a los reporteros y fotógrafos que cubren historias de violencia, bien con el anonimato, bien con el relevo de su habitual obligación de estar allí y generar información de primera mano.
Marco Lara Klahr, brillante cronista y reportero que ahora ha optado por desarrollar una suerte de deontología periodística en su blog meDios y por coordinar el proyecto Violencia y medios, describía recientemente el panorama de militarización informativa que se ha extendido a la par de la “guerra” del gobierno contra el crimen organizado: “Por canales formales y/o informales, se provee a los medios noticiosos y los periodistas de un flujo permanente de información… con mucha mayor capacidad de incidencia” que las agencias que nutren al periodismo convencional de nuestro país.
En dicho flujo, los contenidos “provienen oficialmente del lugar mismo de los hechos”, y los medios se limitan a “encuadrar” los contenidos “según los requerimientos editoriales de sus respectivos medios”. Lara Klahr revela que, “como nunca, las áreas de comunicación de las instituciones de seguridad y procuración de justicia han habilitado policías, militares y empleados como reporteros, sabiendo que mientras más detalles provean de los hechos, menor esfuerzo harán medios y periodistas para hacer su propio acopio de información”.
Sostiene que “el enfoque y el discurso implícitos en los contenidos de las instituciones de la política criminal, incluidas Fuerzas Armadas, así como su profusión de detalles verosímiles, permiten a medios y periodistas presentar vibrantes escenarios bélicos” sin haber estado presentes. “Dicha estrategia comunicacional agravó la adicción de los periodistas y los medios a la información gratuita”.
Lara Klahr asegura que “los tiburones comunicacionales del régimen calderonista están capitalizando la mutación de la industria noticiosa global” que ahora alimenta al mercado noticioso “con contenidos de interés periodístico producidos por otros, casi siempre de forma gratuita”. De esta manera, “los periodistas hemos ido convirtiéndonos en editores técnicos y los medios en diseminadores por goteo de la versión oficial de la ‘guerra’… En este ecosistema informativo hay una correlación entre la militarización de la seguridad pública y el predominio, en los medios, de periodistas funcionales, desde los niveles ejecutivos hasta los reporteriles, produciéndose una prensa que puede considerarse militarizada también, sea sumisa o crítica ante la militarización de la seguridad”.
Ya no se necesitan spin doctors que “orienten” a los reporteros dóciles en los temas “delicados”; tampoco chayotes ni chantajes disfrazados de “línea”. El relevo de los militares es amplio y eficaz. La guerra por otros medios.
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