John M. Ackerman
Durante el régimen del partido del Estado, la ciudadanía ocasionalmente atestiguaba la renuncia de uno que otro alto funcionario por algún escándalo político o equivocación manifiesta. En momentos de crisis, los secretarios de Estado e incluso los gobernadores funcionaban como fusibles o válvulas de escape para apaciguar el descontento social. Estos movimientos eran, desde luego, más simulación que otra cosa, ya que rápidamente el funcionario castigado era reciclado para otro cargo de igual o mayor importancia. Sin embargo, el sacrificio temporal de uno de los suyos por lo menos daba la apariencia de una mínima rendición de cuentas por parte de la clase gobernante.
Hoy, nuestros gobernantes supuestamente democráticos ni siquiera se dignan en realizar este tipo de ejercicios del viejo autoritarismo de Estado. Asimismo, ahora los actores sociales pocas veces se atreven a pedir la renuncia de algún funcionario público para no dar la impresión de ser demasiado radicales o revanchistas. Entre algunos sectores ciudadanos se considera que una actitud política “madura” o “civilizada” es una que apela exclusivamente a la “unidad” y al “diálogo” y excluye exigencias de renuncia que pudieran generar encono.
Existe también un argumento práctico en contra de las solicitudes de renuncia. Los problemas normalmente no se resuelven con un simple cambio de mando. La personalización de las exigencias inclusive puede distraer la atención de los asuntos de fondo. Esa también es la perfecta salida fácil para las autoridades, pues ofrecen la cabeza del funcionario responsable en lugar de atender las raíces del problema. Por ejemplo, tienen razón aquellas voces que afirman que la renuncia de Genaro García Luna no resolvería la crisis de seguridad pública en el país. Ante tal eventualidad, Felipe Calderón sin duda nombraría a alguien aún más inepto e ineficaz.
Pero la razón principal para no quitar el dedo del reglón con respecto al despido de García Luna y otros funcionarios ineficaces no es el efecto práctico que tendría en el corto plazo, sino las posibles consecuencias estructurales a largo plazo. La permanencia de este personaje como titular de la Secretaría de Seguridad Pública, aun después de su fracaso monumental en la “lucha por la seguridad pública” y para garantizar la paz en el país, envía una señal inequívoca, tanto a los gobernantes como a los gobernados, de que lo que importa para mantener un trabajo no es el desempeño, sino las relaciones de amistad y complicidad con el jefe.
Lo mismo ocurre con los groseros ejemplos de impunidad que nos han ofrecido los casos de Ulises Ruiz, Mario Marín, Juan Molinar Horcasitas, Salvador Vega Casillas y Alfredo Castillo. Si bien Ruiz y Marín fueron derrotados en las urnas, la sociedad todavía espera justicia en el ámbito penal ante la gravedad de las acusaciones en su contra. El hecho de que el responsable de la tragedia de la Guardería ABC funja hoy como responsable de la estrategia electoral del Partido Acción Nacional es un ejemplo particularmente grosero de la falta de vergüenza que caracteriza al partido que actualmente controla el gobierno federal. La permanencia de Vega Casillas en la Secretaría de la Función Pública también nos habla de la total inexistencia de criterios objetivos para evaluar el desempeño de los integrantes del gabinete presidencial.
El espectáculo mediático montado por el procurador del Estado de México, Alfredo Castillo, para salvar su puesto, es apenas el ejemplo más reciente del descaro oficial. Ante el imperdonable allanamiento y despojo de las viviendas del poeta Efraín Bartolomé y la investigadora Patricia Magaña, entre otros, Castillo entrega su costoso reloj Mont Blanc en prenda y difunde ilegalmente un extraño interrogatorio amistoso con El Compayito, líder de la banda “La Mano con Ojos”. Pero la sociedad no debe distraerse por estos montajes, sino exigir la renuncia inmediata de Castillo, así como el enjuiciamiento de los agentes responsables por el grave atropello a los derechos ciudadanos.
Recordemos que apenas hace poco más de un año tuvo que renunciar el antecesor de Castillo, Alberto Bazbaz, a raíz del total desaseo en la investigación del caso de la niña Paulette, encontrada muerta al pie de su propia cama. Con estos dos ejemplos de procuradores nombrados por Enrique Peña Nieto se configura un oscuro escenario para el próximo sexenio en materia de seguridad pública en caso de que el gobernador sea elegido presidente de la República.
La inmovilidad de los funcionarios de cara a las crisis y tragedias es un ejemplo del desprecio por parte de las autoridades hacia la ciudadanía, y enseña a la sociedad que la complicidad y la trampa son más exitosas que el esfuerzo y la legalidad. Así, el desorden social y la disfuncionalidad institucional que aquejan al país no se deben a una deficiente “cultura de la legalidad” o a falta de “madurez” entre la ciudadanía, sino a la cotidiana falta de responsabilidad de las autoridades por sus actos y omisiones y a la ausencia de la rendición de cuentas.
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