Deuda pública y manoseo político
Con el telón de fondo de los preparativos para negociar el Presupuesto de Egresos de la Federación del año entrante, y en medio de un escenario de virtual activación de las precampañas electorales con miras a los comicios federales, en días recientes se ha desatado un intercambio declarativo entre el gobierno federal y su partido, Acción Nacional, y la cúpula del Partido Revolucionario Institucional (PRI). El pasado lunes, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público dio a conocer que la deuda de estados y municipios ha crecido 131 por ciento respecto del primer día del presente sexenio; subrayó casos extremos, como el de Coahuila –cuyo gobierno estatal incrementó su deuda en mil 912 por ciento durante ese periodo–, y tales datos fueron empleados por la dirigencia panista para despotricar en contra del tricolor, que detenta el Ejecutivo estatal en la mayoría de las entidades de la República.
En respuesta, el presidente nacional del PRI, Humberto Moreira, señaló que la presión sobre las finanzas públicas no proviene de la deuda que han asumido los estados, sino del gasto corriente de la Federación –el cual, dijo, se ha incrementado en 200 por ciento en la última década–, y sostuvo que la suma de la deuda de los gobiernos estatales equivale apenas a 0.72 por ciento de la que tiene el gobierno federal. Por añadidura, en horas recientes se han sumado al debate otros connotados integrantes del priísmo nacional, como el líder de los senadores de ese partido, Manlio Fabio Beltrones, quien reprochó que los estados y municipios no cuentan con los recursos suficientes para hacer frente a tantas necesidades que aparecen en México, y el gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, quien rechazó la postura del blanquiazul y lo acusó de querer descalificar a los gobiernos.
Si alguna certeza puede establecerse a partir del debate entre PRI y PAN –al que se han ido sumando de manera oportunista diversos actores de ambos partidos– es que en el México contemporáneo el ejercicio dispendioso, opaco y discrecional de los recursos públicos constituye una regla en las administraciones de los distintos niveles, muchas de ellas marcadas, por añadidura, por el flagelo de la corrupción. En ese sentido, un efecto involuntario del intercambio mutuo de acusaciones entre priístas y panistas es la aceptación tácita de las respectivas incapacidades para administrar recursos públicos, así como la exhibición de un cinismo compartido por esos partidos: a fin de cuentas, la estrategia de ambos ha consistido no en desmentir los escandalosos datos presentados, sino minimizarlos y señalar que, en todo caso, las faltas de la contraparte son peores.
El reciente celo del gobierno federal y de los partidos políticos sobre el correcto manejo del endeudamiento público y la sanidad de las finanzas gubernamentales sería mínimamente aceptable si pudiera traducirse en contrapesos, en mecanismos de control, vigilancia y fiscalización mutua y, en suma, en un genuino compromiso con la transparencia y la rendición de cuentas. Pero los intentos de cada facción por defender un ejercicio de recursos públicos y endeudamiento que es de suyo ominoso e injustificable no parece obedecer más que a una lógica electorera y a un empeño por enturbiar por adelantado el ambiente de la sucesión en el poder. Con base en estas consideraciones, es dable suponer que, una vez superadas las fricciones político-electorales, ambos partidos volverán a recurrir a la dinámica que les ha caracterizado por lo menos durante la última década: el establecimiento de alianzas políticas de facto, la preservación de pactos de impunidad, y la consecuente ausencia de esclarecimiento, control y sanciones respecto de las faltas que hoy se achacan mutuamente.
En suma, al igual que en otros episodios del quehacer político y legislativo, los priístas y panistas han practicado un lamentable manoseo político sobre un tema en el que, ante todo, están en juego los recursos de la población.
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