EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
¿Reforma o simulación?
El pleno de la Cámara de Diputados aprobó el pasado martes, en lo general, el dictamen de modificaciones constitucionales que integran la llamada reforma política, en una maratónica y accidentada sesión que continuó ayer para la discusión, en lo particular, de las reservas realizadas a diversos puntos de las iniciativas.
Es pertinente detenerse en el rechazo de las bancadas legislativas del PRI, el Partido Verde y Nueva Alianza a incluir en la citada reforma las figuras de la revocación y el refrendo del mandato, impulsadas por los diputados del PAN, el PRD y el PT. Dicho rechazo resulta lamentable no sólo porque desoye un reclamo añejo de sectores políticos y sociales de distinto signo, sino también porque contraviene abiertamente el supuesto motivo original de esa reforma: fortalecer la capacidad de la ciudadanía para vigilar y evaluar el trabajo de sus representantes.
El punto de contraste inevitable de la resistencia a discutir la incorporación de las citadas figuras es el tiempo que la Cámara de Diputados ha destinado a debatir la relección legislativa consecutiva –aspecto que fue finalmente descartado durante la sesión de ayer–, pese a que dicha propuesta, más que una herramienta de control de la ciudadanía sobre la clase política, constituía un inmerecido premio para la segunda.
Como se ha insistido en diversas ocasiones en este espacio, los vicios, la opacidad y la crisis de representatividad y de eficacia que padece el sistema político mexicano no derivan de la persistencia del principio histórico de no relección, sino de la falta de mecanismos suficientes para llamar a cuentas a los malos servidores públicos y representantes populares, así como de la consecuente indefensión en que se encuentra la ciudadanía frente al ejercicio distorsionado del poder. En la configuración actual del régimen político, el pacto establecido entre los candidatos a un puesto de elección popular y los votantes resulta sumamente desventajoso para los segundos: en la medida en que carecen de vías institucionales para sancionar eventuales incumplimientos por parte de los primeros, el sufragio queda reducido a la condición de cheque en blanco por el tiempo que dura el mandato.
Ciertamente, el marco legal vigente reconoce un procedimiento –el juicio político– que permite sancionar a aquellos servidores públicos que incurran, en el ejercicio de sus funciones, en acciones u omisiones perjudiciales para el interés general. Sin embargo, en los términos en los que está plasmado, es un mecanismo casi impracticable, además de improbable, dada la persistencia de una red de complicidades que termina por blindar a la clase política frente a la ciudadanía, cuyas ramificaciones se extienden por todos los partidos y niveles de gobierno, y que en no pocas ocasiones ha derivado en impunidad para quienes ejercen el poder en forma indolente, abusiva o abiertamente ilegal.
Con tales antecedentes, habría sido pertinente y necesaria la incorporación, en el conjunto de reformas avaladas ayer y anteayer, de las estipulaciones correspondientes para que la permanencia en un cargo de elección popular pueda ser dictaminada por la propia ciudadanía –que es la que al fin de cuentas otorga el mandato–, como instrumento efectivo de sanción y de corrección al mal uso del poder.
En contraste, la luz verde a un proyecto legislativo que contribuye a perpetuar el estado actual de las cosas en lo que concierne al ejercicio del poder político no constituye un avance de las libertades y facultades ciudadanas, como han afirmado los impulsores de esas modificaciones constitucionales. En el mejor de los casos se trata de un parto de los montes, si no es que de un nuevo acto de simulación, como los que abundan en la democracia formal del país.
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