Migración: agravios y doble moral
Ayer, al inaugurar la Semana Nacional de Migración 2011, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, criticó el trato inhumano y escandaloso” que dan las autoridades de Estados Unidos a los migrantes indocumentados, y contrastó la conducta de Washington con la de su gobierno, el cual –dijo– apuesta “por una migración segura, ordenada y respetuosa de los derechos humanos”.
Vistos en forma aislada, los señalamientos críticos formulados por Calderón hacia el maltrato que padecen los migrantes sin papeles por autoridades y particulares en el vecino país podrían ser correctos y hasta plausibles; por desgracia, el gobierno mexicano carece de autoridad moral para erigirse en defensor de ese sector, habida cuenta de su accionar impresentable en materia de control migratorio al sur del río Bravo. El telón de fondo ineludible de las referidas expresiones es el aumento de la violencia, el abuso y el grado de vulnerabilidad que padecen los migrantes extranjeros en territorio mexicano, consecuencia tanto de acciones como de omisiones de las autoridades nacionales: desde la inoperancia de los distintos niveles de gobierno para frenar los asaltos, las extorsiones, las violaciones, los secuestros y los asesinatos cometidos en su contra por integrantes de la delincuencia organizada, hasta la complicidad –documentada por activistas y organismos humanitarios, y reconocida incluso por las propias autoridades– entre esas agrupaciones y malos funcionarios del Instituto Nacional de Migración (INM) .
En tal contexto, lejos de arrojar certeza y confiabilidad sobre el accionar del gobierno federal en materia migratoria, la alocución formulada ayer por su titular se suma a la lista de agravios cometidos en contra de los ciudadanos extranjeros que transitan por nuestro país sin los documentos correspondientes: la afirmación de que el gobierno federal ha adoptado una política de “migración segura” no guarda ninguna relación con el accionar de las autoridades en la materia, contrario no sólo a las normativas legales vigentes, sino a las consideraciones humanitarias más elementales, y el empeño en fustigar la “negación de la realidad de la migración” por las autoridades estadunidenses resulta inverosímil en voz de un gobierno que ha recurrido a la misma práctica. Un botón de muestra es la actitud asumida por las autoridades federales ante el secuestro, en junio pasado, de por lo menos 80 migrantes en la localidad de Medias Aguas, Veracruz, denunciado por el sacerdote Alejandro Solalinde: a pesar de que los precedentes y los elementos de contexto daban sustento y verosimilitud a esa acusación, tanto la Procuraduría General de la República como la Secretaría de Gobernación la cuestionaron en un principio, para afirmar, después, que “sólo” tenían indicios del plagio de cinco personas.
Por lo que hace a la afirmación de que el país cuenta con un marco legal que lo coloca “a la vanguardia mundial” en materia de protección de derechos humanos de los migrantes, es inevitable contrastar ese dicho con una Ley de Migración –avalada por el Congreso en abril pasado y promulgada un mes después– que multiplica el riesgo de criminalización de los migrantes, mediante preceptos como la creación de una Policía Fronteriza; encierra en su articulado abiertas contravenciones a la libertad de tránsito, y carece, por si fuera poco, de un reglamento correspondiente, lo que la reduce, a casi medio año de que fue aprobada por el Legislativo, a la condición de letra muerta.
Para resolver el deterioro actual en la seguridad de los migrantes –y de la población en general—se requiere no tanto de “legislaciones de avanzada” como de la voluntad de hacer cumplir los derechos humanos y las garantías constitucionales de que gozan todas las personas en el territorio nacional, al margen de su nacionalidad y condición migratoria; de un reconocimiento autocrítico y honesto de los problemas; de procesos de depuración y moralización de las oficinas públicas y, en su caso, de las sanciones administrativas o penales correspondientes que pongan fin a la corrupción y a la extrema discrecionalidad con que operan los altos funcionarios públicos, particularmente los migratorios. En la medida en que esto no ocurra, la sociedad no tendrá razones para ver, en actos como el inaugurado ayer, más que meros actos publicitarios y demostraciones de doble moral de la actual administración.
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