En la hipótesis de la “democracia constitucional”
Octavio Rodríguez Araujo
Aclaremos ciertas confusiones: La era de las transiciones democráticas en América Latina y en México en particular surgió no sólo contra gobiernos autoritarios y dictaduras, sino en contra del intervencionismo estatal en la economía. Dicha transición se vio acompañada por la adopción política de la economía de mercado como modelo económico único e indiscutible.
En México comenzó a debatirse la necesidad de terminar con el presidencialismo autoritario, democratizar el sistema político y establecer canales para “el arribo de la pluralidad social al orden institucional”.
Estos fines (o tal vez medios) “fueron presentados insistentemente como un componente lógico y obligado del cambio económico…”, como bien señalaran Rolando Cordera y Camilo Flores Ángeles en reciente ensayo publicado en México: ¿un nuevo régimen político? (Siglo XXI, 2009).
Estos autores sugieren, también con razón, que el reclamo democrático de los sectores populares fue de alguna manera expropiado, sobre todo a partir de 1982, por “grupos empresariales y organizaciones cívicas y religiosas” que pugnaban, desde muchos años antes, por “corregir a fondo el régimen del presidencialismo autoritario heredado de la Revolución Mexicana”. La razón de fondo de la oposición de empresarios y clero al autoritarismo gubernamental no era el autoritarismo como tal, pues tanto los empresarios como la Iglesia católica son muy autoritarios, sino el intervencionismo estatal en la economía, la regulación del capital y ciertas políticas de corte populista que prevalecían en el antiguo régimen.
El gran problema es que esa corrección se dio –vuelvo a citar a Cordera y a Flores– “en código neoliberal y en consonancia con el Consenso de Washington”, muy al gusto –añado– de los empresarios y de la Iglesia, sobre todo con las reformas de Salinas a la Constitución. Se logró instalar un nuevo régimen político, que yo llamo tecnocrático-neoliberal, y que es menos autoritario en la forma que el anterior, al grado que permitió –por primera vez en décadas– la alternancia política en el gobierno y un Congreso plural y no dominado del todo por el partido del Presidente, como ocurría antes, pero…
México, a partir de mediados de los ochenta, inició una ruta más democrática, sí, pero con menor crecimiento económico, más desempleo y muchísima más pobreza. Los gobiernos de la “transición y la alternancia” no tuvieron ni tienen la voluntad política de regular los mercados, sino al revés: se han subordinado a éstos provocando el descarrilamiento del país como nación soberana y en crecimiento. La “transición” terminó siendo un fracaso, tan grande que dos presidentes (De la Madrid y Fox) se vieron obligados a intervenir para evitar que los candidatos que hubieran cambiado el rumbo del país llegaran a la jefatura del Ejecutivo federal.
El presidencialismo mexicano tradicional se basaba en el control que ejercía el jefe del Ejecutivo sobre los tribunales y los legisladores por la vía del predominio del PRI. Una vez que se instaló en el país el pluripartidismo, con partidos realmente competitivos, el control del Ejecutivo sobre el Judicial y el Legislativo disminuyó considerablemente, aunque no del todo gracias a la cooptación y a los arreglos bajo la mesa que suelen darse en esos niveles de la política y del poder. Sin embargo, con un Congreso sin mayoría calificada del partido gobernante, se corría el riesgo, como de hecho ocurrió a finales de 2003 y en otros momentos de rispidez entre ambas instancias, de una crisis política que bien podría convertirse en una crisis interna de poder. Fue entonces cuando Diego Valadés publicó su muy sugerente libro El gobierno de gabinete, ahora recuperado como propuesta implícita por algunos intelectuales y políticos que nos han planteado, como “hipótesis de trabajo” (Cordera), una coalición de gobierno y lo que ellos llaman “democracia constitucional”. En este libro Valadés señala que cuando la jefatura del Estado y la del gobierno descansan en la misma persona hay tendencias a un presidencialismo autoritario o de plano es autoritario. Y añade que “hay constitucionalismo cuando una pluralidad de agentes y órganos políticos participan en las decisiones del poder; [y] hay autocracia cuando esas decisiones están concentradas en una persona o en un solo órgano colegiado”. ¿Será esto lo que debemos entender en la propuesta de una “democracia constitucional”? ¿Una suerte de semiparlamentarismo o de tendencia al parlamentarismo como propone Rolando Cordera en su artículo pasado?
La tesis de Valadés es un gobierno de gabinete, en el que éste sea plural y un espacio para la conciliación y la cooperación entre partidos políticos y, además, un jefe de gabinete ratificado por la Cámara de Senadores sin que ello le reste al Presidente la prerrogativa de designarlo, algo así como se da el nombramiento del procurador general de la República, de los embajadores, los jefes superiores de Ejército, Armada y Fuerza Aérea nacionales y otros (artículos 76 y 89 de la Constitución).
Y en este debate ¿dónde entra el problema de la regulación estatal de los mercados y de la defensa de la soberanía nacional, el Estado de bienestar? ¿En dónde se discute la orientación del gobierno por cuanto a la pobreza, la desigualdad social, el crecimiento económico y su distribución? Cordera y Flores nos mostraron que los cambios políticos y las correcciones al presidencialismo autoritario se dieron, como he citado, “en código neoliberal y en consonancia con el Consenso de Washington”. Esto puede continuar pues los partidos grandes (y algunos pequeños), así como están ahora, no son contrarios en los hechos a esta ruta. Tampoco los tres precandidatos presidenciales que firmaron el documento “Por una democracia constitucional”. Y si esto es cierto, dará igual que el gabinete sea plural y producto de una coalición, que el Congreso tenga, en un jefe de gabinete ratificado por el Senado, un puente entre ambos poderes. El régimen político, en su patrón jurídico y formal, podrá cambiar, y hasta podríamos tener no un presidencialismo de transición, sino democrático (Valadés), pero su orientación, la del régimen político y económico, sólo podrá modificarse si logramos que el próximo presidente quiera hacerlo.
La propuesta, por lo demás, tiene una debilidad que cuestiona la democracia formal que hemos ganado: que el jefe de gobierno, llámese jefe de gabinete o como sea, no será producto del voto popular, sino de negociaciones entre el presidente de la República y las camarillas partidarias en el Congreso. ¿Será esto más democrático que la elección del jefe del Ejecutivo (jefe de Estado y de gobierno a la vez) por el voto popular? Si estas camarillas no se ponen de acuerdo para designar a los tres consejeros que le faltan al IFE…
Lo que está en juego en 2012, lo he dicho muchas veces, es un cambio de régimen político (y económico) más allá de lo jurídico-político como sería el parlamentarismo o un gobierno de coalición o de gabinete.
Justamente por esto es que apoyo a López Obrador. La disyuntiva no la veo, como quieren algunos, entre parlamentarismo y un “gobierno eficaz” (como le llaman al proyecto de Peña Nieto), sino entre más de lo mismo, independientemente del arreglo político y formal del Estado, o un cambio de rumbo para el país en su conjunto.
http://rodriguezaraujo.unam.mx
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