Morena
Arnaldo Córdova
Para muchos, el discurso de Andrés Manuel López Obrador
el domingo 9 de septiembre pasado fue una despedida (¿de quién o a dónde?),
para otros se trató de una ruptura (¿con quién o respecto de qué?). No hubo
nada de eso. Él dijo: “… en esta nueva etapa de mi vida, voy a dedicar toda mi
imaginación y trabajo a la causa de la transformación de México. Lo haré desde
el espacio que representa Morena. Por esta razón, me separaré de los partidos
del Movimiento Progresista. No se trata de una ruptura, me despido en los
mejores términos. Me separo de los partidos progresistas con mi más profundo
agradecimiento a sus dirigentes y militantes”.
Gran parte del discurso está dedicada, precisamente, al
tema del fortalecimiento, consolidación y organización de Morena. Anunció
incluso el camino que se seguirá para ello: la realización de asambleas distritales
y luego estatales hasta culminar con un congreso nacional de representantes que
tendrá lugar los días 19 y 20 de noviembre. Se inicia, así, todo un proceso
deliberativo en el que se decidirá, dijo López Obrador, si continúa como una
asociación civil o se constituye en partido político. Semejante proceso
organizativo no podría sino desembocar en la formación de un nuevo partido
(incluso siguiendo los lineamientos de la legislación electoral).
Todo ello tiene su lógica y encuentra su origen más
lejano en las movilizaciones que López Obrador realizó desde antes de 2006.
Aquellos procesos de credencialización de simpatizantes del líder tabasqueño
anticiparon lo que años después tomó la forma del Movimiento Regeneración
Nacional (Morena). Hubiera sido coherente que aquellas movilizaciones de masas
se hubiesen realizado sobre la base de la estructura política y territorial de
los partidos de izquierda, en particular del partido al que él pertenecía, el
PRD; pero no hubo tal. Con algunas excepciones, el futuro candidato
presidencial de la izquierda hizo su trabajo de difusión y de organización él
solo.
Como no podía ser de otra manera, el movimiento se
desarrolló y comenzó a consolidarse al ritmo de las movilizaciones. Las
estructuras organizativas, endebles al principio, se fueron conformando y
fortaleciendo hasta que el propio movimiento comenzó a ser el motivador y el
organizador de la lucha electoral a nivel nacional. Los partidos, también con
algunas excepciones, se dedicaron sobre todo a las campañas por los puestos de
elección popular. Desde luego, ellos fueron los que financiaron la campaña
nacional, pero su organización y desarrollo correspondieron sobre todo al
candidato y al movimiento.
La organización del movimiento tomó, desde el principio,
la forma de pequeños comités regionales o locales, animados por el esfuerzo de
delegados enviados por López Obrador a todas las entidades federativas. Algunos
de estos delegados hicieron tan bien su trabajo que ganaron las elecciones en
sus diferentes estados. Un caso brillante de coordinación del trabajo del
movimiento en el estado que le correspondía, fue el José Agustín Ortiz
Pinchetti en Puebla. Y el caso de un comité local exitoso, porque también ganó sus
elecciones, fue el de Jalapa, encabezado por Gloria Sánchez, Rafael Castillo y
Víctor Valenzuela, entre otros.
Muchos de los que acompañamos a López Obrador pusimos el
acento en la necesidad de concebir al movimiento como una organización
permanente, más allá de las elecciones. Un movimiento así, nacido de la lucha y
de la movilización de masas merecía permanecer y consolidarse. Para muchos,
incluso, debía ser el germen de un nuevo gran partido de izquierda. Otros
pensamos que debíamos irnos con pies de plomo. Pero que debíamos conservar y
desarrollar al máximo la organización de este movimiento, resultaba ser una
cuestión vital, independientemente del resultado de las elecciones.
Una vez que se ha consumado el fraude, por supuesto, se
vuelve una cuestión de la máxima importancia saber qué se puede hacer para no
perder en la nada esa fuerza organizativa que fue resultado del esfuerzo del
candidato y de todos los ciudadanos que lo acompañaron. Ya desde los días en
que Alejandro Encinas perdió la batalla por la dirección del PRD, muchos
militantes y activistas del movimiento demandaron la ruptura con ese partido y
la fundación inmediata de un nuevo partido. Varios perredistas abandonaron a su
partido. Para mí, aquél no era el momento indicado y había que esperar a que la
movilización electoral fortaleciera al movimiento.
Aquí no hay directivas de López Obrador. Él fue muy claro
al proponer en su discurso que fueran las mismas bases ya organizadas en sus
asambleas entre septiembre y noviembre las que decidieran si Morena se debe
convertir en un nuevo partido o seguir como tal, como movimiento. Pero está
claro también que ha llegado el momento de que se decida su futuro. En los
tiempos de precampaña y de campaña el movimiento estaba ligado a los partidos
por una necesidad realista y decisiva que tenía que ver con el entramado
electoral en el que se desarrollaba la campaña. No se podía hacer a menos de
ellos, aunque colaboraran poco en la campaña, y el movimiento debía seguir
siendo tal.
En las nuevas condiciones, el desarrollo de Morena como
movimiento o como partido no tiene nada que ver con los partidos, aunque dentro
de éstos ha sonado la alarma, por lo que es obvio: muchos de sus militantes
buscarán el abrigo del nuevo partido. Tal vez no haya desbandadas internas como
ha dicho Jesús Zambrano, pero es evidente que una posible decisión en el
sentido de convertir a Morena en partido los pone al borde de la histeria.
Muchos perredistas están convencidos, ahora sí en serio, de que una refundación de
su partido se hace indispensable y no es una preocupación gratuita.
Si Morena, como muchos deseamos, se convierte en un
auténtico partido, por supuesto que traerá consecuencias para los otros
partidos de izquierda. Muchos hablan de la irresistible tendencia de la
izquierda a dividirse y estaríamos ante un nuevo caso de fractura
irresponsable. No hay nada de eso: Morena no está desgajándose de ninguna otra
organización ni está dividiendo a nadie. Desde luego que muchos miembros de los
actuales partidos de izquierda acudirán a Morena y abandonarán sus antiguas
formaciones. Pero eso no es divisionismo y, además, no se está haciendo ningún
llamamiento en ese sentido.
Si se miran bien las cosas, se podrá percatar de que, en
los hechos y a estas alturas de la historia, hay muchísimas más razones para
pensar en Morena como un partido que como un movimiento. Los movimientos nunca
son permanentes; aunque muchos partidos se llamen movimientos, son
partidos y de ninguna manera movimientos. No logro imaginarme el sostenimiento
de una estructura organizativa como la que se pretende dar a Morena (con
asambleas fundadoras y todo lo demás) sin que se le convierta en un partido.
Cabría una ligera posibilidad si Andrés Manuel López Obrador reeditara su
camino del 2006 en adelante.
La lucha es por dar a Morena la mejor estructura
organizacional y de principios, consolidarlo como frente de izquierda y como
bloque de poder. Eso sólo se logrará convirtiéndolo en partido.
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