DENISE DRESSER
Amanecimos (Y El Chapo seguía allí)
Hoy hay una elección teñida y un país en compás de espera. Hoy hay resultados que la izquierda quiere cuestionar y el Tribunal Electoral tendrá que legitimar. Hoy hay un virtual presidente electo y una parte de la población que ve su triunfo como una imposición. Pero pasado mañana, cuando se asiente el polvo postelectoral, México amanecerá con los problemas de décadas que el país arrastra, con la parálisis de la política pública que el nuevo Ejecutivo tendrá que remontar, y con una violencia enraizada que Enrique Peña Nieto tendrá que enfrentar. Al despertar de la anestesia electoral, el reto central de cómo reducir la violencia y enfrentar el crimen y combatir a los narcotraficantes seguirá allí.
Y pocos lugares reflejan tan bien este reto como Guadalajara. Una ciudad en disputa. Una plaza que distintos bandos pelean por controlar. Una zona que los cárteles se empeñan en disputar. Un microcosmos magistralmente retratado en el artículo de William Finnegan en The New Yorker titulado Los capos: la pelea por Guadalajara. Donde, dos días antes de la Feria Internacional del Libro, 26 cuerpos fueron depositados bajo los Arcos del Milenio. Con huellas de tortura, con narcomantas firmadas por Los Zetas, con todas las señales de ser un reto al predominio del Cártel de Sinaloa. “Estamos en Jalisco y no nos vamos”, anunciaron Los Zetas. “Esto es prueba de que estamos metidos hasta la cocina”, señalaron. Han arribado para disputar el control del mercado, remarcaron con su atrocidad.
En México –señala Finnegan– con frecuencia es imposible saber quién está detrás de algo: una masacre, una candidatura, un asesinato, la captura de un capo, el “descubrimiento” de un acto de corrupción de alto nivel. La verdad suele ser demasiado difícil, o demasiado fluida, o demasiado compleja para definir, o permanece en manos de quien está encargado de manipularla. Esto explica por qué una ciudad en manos de un grupo criminal internacional, como lo es el Cártel de Sinaloa, sigue siendo un refugio de la alta literatura y la viabilidad comercial legítima. Ambas descripciones son ciertas y ambas realidades se encuentran bajo el acoso de Los Zetas. Guadalajara –como muchas otras zonas del país– es territorio asediado.
Guadalajara evidencia los costos de una estrategia que, en lugar de reducir la violencia, ha contribuido a exacerbarla. El asesinato en 2010 de Ignacio Coronel, El Rey del Cristal, trajo consigo el fin de la paz precaria que había caracterizado a la plaza. Los Zetas han tratado de llenar el vacío aliándose agresivamente con grupos locales descontentos con el Cártel de Sinaloa. El número creciente de cuerpos ha sido la forma de mandar mensajes. Si a un cadáver le falta un dedo, significa que señaló a alguien; si le faltan las piernas, significa que se cambió de grupo; si le falta la lengua es porque dijo algo que no debía; si le falta una mano, era ladrón.
Ahora el PRI regresa al poder, en gran medida impulsado por los intereses que benefició. Pero vuelve a un contexo en el cual no hay sólo unos cuantos cárteles con los cuales pactar o negociar. La estrategia calderonista de captura de capos ha llevado a la fragmentación, a la dispersión, al surgimiento de facciones más pequeñas y más violentas. Y no puede hablarse de un Estado unificado que persigue consistente y furiosamente a los malosos. La guerra civil de baja intensidad que el país padece se da entre facciones con lealtades cambiantes, en pueblos y ciudades con historias imbricadas. Como subraya Finnegan, el “gobierno” tiene innumerables caras –comenzando por más de 200 mil policías–, y sus mecanismos para controlar la corrupción son demasiado débiles. Los narcobillones permean a cada comunidad, a cada oficial, a cada comandante. En la práctica, a nivel local, muchos no buscan confrontar al crimen organizado, sino cómo acomodarse frente a él.
Los peores problemas en Guadalajara no están relacionados con la explosiva producción de metanfetaminas, sino con la violencia entre bandas, el robo, el crecimiento de las adicciones y el reclutamiento de los jóvenes. Ante eso, la policía local está demasiado corrompida como para actuar. El Ejército está demasiado alejado de la realidad local como para contraatacar. Hay pocos arrestos y pocas condenas. La seguridad local se ha deteriorado desde la llegada de Los Zetas. Y como lo argumenta un policía local: “Las cosas tienen que cambiar o acabaremos como Afganistán. El nuevo presidente tiene la obligación de cambiar las cosas”.
No queda claro exactamente cómo lo hará. El simple hecho de que El Chapo Guzmán sigue libre después de tantos años revela un cambio en el balance del poder entre el Estado y el crimen organizado. Bajo el PRI, los grupos criminales prosperaron, pero al final del día el gobierno federal dictaba los términos de la convivencia. Había líneas de mando que los cárteles no se atrevían a cruzar. Hoy lo hacen con impunidad. Nadie en México piensa que el gobierno está en control de la situación, y los narcobloqueos hace unos meses en Guadalajara sugieren justamente que no lo está.
Según estimaciones recientes, El Chapo emplea –directa o indirectamente– a 150 mil personas. Su influencia, e incluso su popularidad, han crecido. Bajo el PAN se ha vuelto un multimillonario que ha aparecido en la lista de la revista Forbes durante dos años consecutivos, y su captura probablemente no tendría un gran impacto en el boyante mercado de la drogas. Peor aún, el poder del crimen organizado en México ha tomado como rehenes a grandes porciones del territorio nacional, incluyendo las principales ciudades. Aterroriza a las demás con despliegues de violencia que conmocionan. Los Zetas están activos en 17 y el Cártel de Sinaloa en 16 de las 32 entidades. Esa es la realidad con la cual Enrique Peña Nieto tendrá que lidiar. Hoy, mañana y pasado mañana.
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