EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
Como ha venido ocurriendo en años recientes,
el inicio de un nuevo ciclo lectivo en la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM) tiene lugar a la par del amplio descontento e inconformidad de
decenas de miles de estudiantes que no alcanzaron cupo en ésta y otras
instituciones públicas de educación superior del país, como el Instituto
Politécnico Nacional (IPN) y la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).
Más allá de los argumentos que pretenden
achacar a los propios estudiantes los malos resultados obtenidos en los
procesos de admisión, la marginación educativa que padece un creciente número
de jóvenes tiene como correlato ineludible una claudicación del Estado mexicano
a la responsabilidad de garantizar el derecho a la enseñanza en todos los
niveles. Dicha renuncia se expresa, entre otros elementos, en que las
universidades públicas han sido condenadas a la asfixia presupuestaria y al
abandono oficial –en la capital del país, por ejemplo, se han fundado sólo dos
en las pasadas cuatro décadas– y en el impulso de los pasados gobiernos a la
proliferación de planteles de educación privada que carecen, en muchos casos,
de calidad académica.
Dicha situación coloca al país en una
circunstancia de rezago educativo que se vuelve más evidente cuando se compara
con otros de América Latina: aunque el gobierno federal presume que durante el
presente sexenio se ha alcanzado una cobertura de más de 30 por ciento en
educación superior, esa cifra sigue ubicando a México muy por detrás de Cuba,
con cobertura total; Venezuela, con 79 por ciento; Argentina, con 68; Uruguay,
con 64, y Ecuador, con 42 por ciento, por mencionar algunas naciones de la
región. Menguado orgullo, por lo demás, puede representar para el gobierno
federal la creación de 750 mil nuevos sitios en instituciones de enseñanza
superior durante este sexenio, cuando 50 mil han derivado más del esfuerzo de
instituciones como la UNAM, el IPN y la UAM que de los buenos oficios de las
autoridades, y el resto es producto de la creación de instituciones tecnológicas
de baja calidad formativa y carentes, en muchos casos, de instalaciones e
instrumentos indispensables para atender a los educandos, como admitió el
pasado viernes el titular de la Secretaría de Educación Pública, José Ángel
Córdova.
El vínculo estrecho entre el deterioro en la
educación superior y la aplicación de los dogmas neoliberales no sólo se
observa en el crecimiento de universidades privadas, sino también en la clara
relación entre el nivel socioeconómico y la posibilidad de acceder o no a la
formación terciaria: significativamente, mientras sólo cinco por ciento de los
jóvenes que cursan algún ciclo de enseñanza superior proviene del sector social
menos favorecido, más de 42 por ciento del total de la matrícula está integrado
por estudiantes de grupos sociales de ingresos altos.
La circunstancia de la educación superior en
el país es, en suma, un ejemplo más de la diferencia entre el México formal y
el real, en el que para tener acceso a los derechos y prerrogativas
constitucionales es necesario o pagar por ellos o someterse a la dinámica del
darwinismo social y económico impuesta en nuestro país desde hace casi tres
décadas.
La apertura de nuevas universidades públicas
y el mejoramiento de las existentes es pertinente y necesario, no sólo para
elevar el nivel educativo general del país, sino también como medida de
elemental justicia y movilidad social, que permita atenuar las escandalosas
desigualdades que afectan el territorio nacional y conjurar posibles escenarios
de descontento, descomposición e ingobernabilidad. Es imperativo, pues, un
viraje de rumbo en la educación superior y en el abandono crónico a que ésta ha
sido sometida por el Estado: los encargados del manejo económico y de la
gestión educativa en el país tienen que acusar recibo de las dimensiones del
problema que subyace detrás de los datos mencionados, abstenerse en lo sucesivo
de intentar resolver ese problema con meros paliativos y reorientar las
prioridades presupuestales, con el propósito de destinar los recursos públicos
necesarios para fortalecer todos los ciclos de enseñanza pública.
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