Opacidad e irresponsabilidad política
EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
Ayer, al participar en un foro sobre seguridad, el
titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, lamentó profundamente los
hechos ocurridos el pasado viernes en las cercanías del poblado Tres Marías
–donde elementos de la Policía Federal y sujetos vestidos de civil dispararon a
un vehículo de la embajada estadunidense en México en el que viajaban dos
agentes de la Central de Inteligencia (CIA) de ese país y un elemento de la
Marina– y dijo que los sucesos los está investigando absolutamente y con
todo rigor la Procuraduría General de la República.
Dos elementos de contexto insolayables a lo expresado por
Calderón son, por un lado, la presencia del embajador de Estados Unidos,
Anthony Wayne, en el referido evento, así como las declaraciones de éste
respecto de que el gobierno de su paíscolabora con las autoridades
mexicanas en las pesquisas correspondientes.
Resulta inaceptable, de entrada, que a cinco días de
ocurrido el ataque la opinión pública nacional aún no disponga de información
oficial, clara y precisa sobre los hechos y que el gobierno federal se limite a
decir que se está investigando.
La omisión no sólo es preocupante, por la cantidad de
puntos oscuros persistentes en las versiones hasta ahora difundidas –como la
participación aún no aclarada de presuntos policías vestidos de civil y de
vehículos particulares en la refriega–, sino también por las implicaciones que
derivan de estos sucesos en lo que se refiere a la coordinación de las
instituciones encargadas de salvaguardar el estado de derecho y el grado de
vulnerabilidad en que se encuentran los ciudadanos. Si es verdad que el ataque
ocurrió en el contexto de acciones de persecución del delito por
parte de la PF –como informaron las secretarías de Seguridad Pública y de
Marina en un comunicado conjunto–, se asistiría a la exhibición de una
corporación policiaca que agrede a tiros cualquier vehículo sospechoso.
En todo caso, es ya inocultable que esa corporación,
presentada en otro tiempo como ejemplar y moderna, enfrenta una
profunda descomposición institucional que se ha expresado desde hace meses
–como se vio con el asesinato de policías federales a manos de sus propios
compañeros en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, en junio
pasado– y ratificada ayer por el titular de la Comisión Nacional de Derechos
Humanos, Raúl Plascencia, quien destacó que las agresiones de sus elementos
forman parte de un patrón de conducta injustificable y que anualmente se
reporta un promedio de 2 mil denuncias contra elementos de la PF.
En dicha circunstancia, un punto obligado a aclarar es la
ausencia de rendición de cuentas en torno al desempeño del titular de la
Secretaría de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, sobre quien pesan
señalamientos graves de diversa índole y sobre quien recae, ahora, una
responsabilidad cuando menos política por lo ocurrido el pasado viernes en Tres
Marías, y quien parece, sin embargo, investido de un poder fáctico y de una
inmunidad inexplicables.
Por lo que hace a la relación bilateral, el anuncio de
una colaboración entre autoridades mexicanas y estadunidenses por el
embajador Wayne –en un asunto cuyo esclarecimiento corresponde exclusivamente
al gobierno de nuestro país–, en conjunto con los ribetes abiertamente
injerencistas que han salido a la luz pública a raíz del episodio –empezando
por la presencia de dos agentes de la CIA en compañía de un elemento de la
Marina y en dirección a un campo de entrenamiento de esa corporación
castrense–, no hace sino refrendar la entrega, por la administración federal en
curso de los aspectos más cruciales de seguridad pública y nacional a una
potencia extranjera que, para colmo, se ha revelado como aliado poco confiable
en las labores gubernamentales de combate a la criminalidad y ha desempeñado
una labor de zapa en la agudización de las pugnas existentes entre las
distintas corporaciones de seguridad del Estado mexicano.
Tal circunstancia, que coloca al país en una condición
similar a la de un protectorado estadunidense, resulta extremadamente peligrosa
para la viabilidad de la nación y sus instituciones. Cabe preguntarse a qué
grado hubiesen escalado las tensiones diplomáticas y el intervencionismo de
Washington en México si la camioneta diplomática atacada no hubiese contado con
el nivel de blindaje más alto y si el saldo del ataque hubiese sido fatal.
A menos que quiera incurrir en una irresponsabilidad
política mayúscula, el gobierno federal debería reconocer el carácter
improcedente de permitir, y aun alentar, la injerencia política, policial,
militar y de inteligencia de Estados Unidos en México.
En todo caso, si el gobierno mexicano ha cobrado
conciencia de su propia incapacidad para garantizar la seguridad de la
población con base en la estrategia de seguridad vigente, lo procedente y
necesario sería modificarla, no incentivar en el país una presencia
internacional que encarna el riesgo de una mayor violencia, de una pérdida
total de la soberanía y de un consecuente desmoronamiento institucional.
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