El derecho a la ciudad
JAIME ORNELAS DELGADO
Si atendemos a los agentes que han sido determinantes en los procesos de construcción de las ciudades, encontramos que éstos han sido, fundamentalmente, dos: el capital inmobiliario privado y el gobierno. A estos dos agentes podemos sumar, muchas veces con acciones marginales, a los urbanistas “de buena fe” (arquitectos, artistas plásticos y algunos otros), generalmente vinculados a un esteticismo (adopción de modelos exclusivamente por su belleza) cercano ya sea al antiguo humanismo clásico o al liberal. Pocas veces, o por mejor decirlo ninguna, la población ha contado en el diseño y proyección de la ciudad que sufre y padece cotidianamente. La población, por decirlo de alguna manera, es la primera víctima de una ciudad construida muy lejos de sus necesidades y ajena a sus intereses.
El urbanismo del capital inmobiliario, concibe a la ciudad como botín. Emprenden sus acciones sólo para el mercado, esto es, con fines de lucro. Su historia es la desesperada búsqueda de la renta del suelo; vende urbanismo convertido en valor de cambio, en una mercancía cuyo precio, debido a la especulación, alcanza niveles elevadísimos e irracionales. Para vender, estos promotores urbanos llevan a cabo extensas campañas publicitarias convertidas, con el tiempo y por su intensidad, en ideología: crean un “nuevo estilo de vida”, claro, para quienes pueden pagarlo o aspiración de alcanzarlo para quienes carecen de los recursos económicos necesarios para acceder a él.
La cotidianidad en muchos espacios urbanos, parece un cuento de hadas que muy pocos pueden pagar, y ahí está el secreto de su éxito: hay urbanizaciones que son la “imagen viva de la alegría de vivir”, pero no son para todos sino para una parte selecta, privilegiada de la población. Así se construye una ciudad segregada, donde todos viven juntos pero no revueltos ¡faltaba más!
La sociedad de consumo la concretan los promotores inmobiliarios sobre el terreno, construyendo, en la “ciudad renovada”, no sólo centros comerciales sino centros de consumo privilegiados. Con ello imponen, haciéndola legible, una ideología sustentada en la “felicidad gracias al consumo.”
Al servicio de estos dueños del capital inmobiliario, se ponen los urbanistas vinculados al sector público. Este urbanismo se cree científico y, por tanto, tiene siempre la última e irrebatible opinión y decisión. El cientificismo urbanista se acompaña, generalmente, de formas deliberadas de racionalismo y modernidad. Este urbanismo tecnocrático, con sus mitos e ideología (saber lo que conviene a los demás), no dudaría en arrasar lo que queda de la ciudad para dejar sitio a los automóviles haciendo viaductos que, en el colmo, desembocan en el Centro Histórico.
Bajo el neoliberalismo, la alianza entre el capital inmobiliario se hace más cruda y evidente; los tecnócratas sirven incondicionalmente a la urbanización lucrativa; creen, de verdad, que el mercado es “inteligente”, y que los agentes privados lo son aún más o por lo menos son fuente de ganancia también para ellos; los tecnócratas, que presumen de tener el saber pero no el capital, se conforman con lo que obtienen de los promotores privados (en México se le llama diezmo), beneficiándose, así, de la renta urbana que contribuyen a acrecentar. En todo esto, la población de la ciudad es la invitada de piedra: la ciudad se hace con ella pero en su contra.
Pero hoy el neoliberalismo hace agua por todos lados, vive en una permanente crisis; Estados Unidos se incorpora al tercer mundo y Europa se derrumba, mientras varios países de América Latina construyen el socialismo del siglo XXI. Esta situación crítica del neoliberalismo implica también que la población, marginada permanentemente en la toma de decisiones que la afectan y, por tanto, le incumben, comienza a exigir ser tomada en cuenta para discutir el presente y el futuro tanto de la sociedad en su conjunto como de la ciudad en donde vive, trabaja y se recrea.
Es el caso de Puebla, un grupo de ciudadanos ha decidido emprender distintas acciones para llamar la atención sobre la puesta en marcha de un proyecto urbano –y que en consecuencia le afecta–, que jamás fue consultado con nadie y quieren conocerlo para discutirlo. A sus planteamientos, el gobernador Rafael Moreno Valle Rosas dio una respuesta inmoderada, amenazante y arrogante, por decir lo menos. El argumento es que son grupos minoritarios que se ponen al desarrollo. Y qué si lo fueran ¿o es que la democracia no incluye a las minorías y el gobierno, para serlo, ha de aplastarlas? ¿Quién dice que las minorías quieren detener el desarrollo? ¿Conocieron las mayorías el proyecto? ¿Imponer el automóvil como prioridad para el transporte de las personas, es desarrollo? ¿O es que los ciudadanos no deben preocuparse por lo que ocurre en su ciudad?
Finalmente, los ciudadanos no pretenden enfrentar al poder (ya vimos una foto en la página 4 de la edición del lunes de La Jornada de Oriente de cómo se las gastan quienes lo ejercen. Ahí puede observarse a un individuo armado con metralleta, a la expectativa para intervenir en cualquier momento); se trata más bien de dialogar, de ser consultado, de instaurar una nueva forma de relaciones entre la autoridad y los ciudadanos para encontrar caminos compartidos. De otra manera, quien cree que los conflictos sociales son desviaciones patologías de un estado perfecto, jamás encontrará soluciones sólo impondrá su arbitrario poder.
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