JUAN M. NEGRETE
El titular del arzobispado tapatío, Juan Sandoval Íñiguez, va a ser relevado de su puesto y ese fue el pretexto para que el gobierno del estado le realizara un ruidoso festejo de despedida. El cardenal y su monaguillo predilecto se acomodaron para salir en la foto y montaron gran escenario de fiesta. No se imaginaban que su danza concluiría en una triste zambra. Se impone apagar el ruido y buscar las causas del desfiguro. El análisis es punto que le corresponde realizar a la clase intelectual de Jalisco, acostumbrada a callar y a dejar pasar. Pero como es grito pegado en el cielo, se impone al menos una glosa obligada sobre el fondo del asunto.
Quienes proporcionan números y recuadros del aquelarre ya nos dieron información suficiente. Sus notas pueblan el ambiente y no hay necesidad de repetirlas, salvo los datos que refuercen el análisis. Se montó un escenario de 4 mil sillas para el público en la Plaza de la Liberación. El desaire fue monumental. Apenas se ocuparon uno o dos centenares de ellas. Con las reservaciones para el concierto del Teatro Degollado pasó lo mismo. Tal vez la cena de gala en el Instituto Cultural Cabañas sí llenó, por aquello de que “a la gorra no hay quien corra”.
El hecho es en sí mismo escandaloso. La mejor fórmula para no entender lo que nos pasa es trivializar, como hacemos siempre con tantos de nuestros episodios torpes en Jalisco. López Obrador vino en gira artística al día siguiente. Como se había hecho pública la nota del WikiLeaks, sobre la petición de Sandoval al embajador gringo en el Vaticano para que ayudaran a nuestra oligarquía a frenarlo, fue obligado el tema con la prensa. Dijo que no le constaba. Ante la insistencia, sugirió mejor dar vuelta de hoja al asunto.
Es cierto que hay muchos asuntos urgentes por cubrir en la agenda política cotidiana. Pero esta recomendación de López Obrador no es atinada. Al contrario. Los intelectuales del estado están obligados a escudriñar y husmear a fondo en las causales de tales eventos. Hay que pronunciarse sobre el siempre transgredido capítulo de la laicidad del Estado. Obliga indagar sobre el fondo de tantas infracciones cometidas en este renglón por nuestras autoridades; por qué siguen siempre impunes y por qué la población les refrenda además su voluntad en las urnas. Hay mucho hilo por desenredar en la madeja.
El dato del magno desaire es contundente. Debe dársele lectura atinada, si es que se quiere entender tanta turbiedad local en la relación curia–Estado. Los organizadores programaron una arenga del cardenal a la multitud reunida. La cancelaron de última hora. El agasajado ni siquiera hizo acto de presencia. Dicen que quisieron ahorrarle el desaguisado de la grita de sus detractores. La explicación es insuficiente. Resulta más bien distractora o equivocada. Si la plancha de la plaza hubiera estado a reventar, el contingente de gritones interpelantes ni siquiera hubiera podido ingresar, mucho menos acercarse a las barbas del prelado impugnado. Tal vez se hubiese registrado algún barullo de pancartas y ruidos destemplados, ahogados en la marea del agasajo. Pero como no hubo trompetas de Jericó para acallar voces discrepantes, tampoco se tomó la fortaleza por asalto. El cardenal no fue expuesto al bochorno inevitable y el ruido magnificó la resonancia del evento.
¿Por qué no lo arropó el gran público, si en el centro histórico de Guadalajara hay un templo en cada cuadra y en la periferia uno por colonia, lo cual refleja el fervor y la ligazón de los tapatíos con las creencias católicas? ¿Por qué razón la gran masa tapatía, que se ostenta de católica y afín a los hombres de sotana y alzacuellos, se le ausentó del acto? ¿Por qué las ovejas trasquiladas del rebaño jalisquillo dejaron solo a su pastor en su despedida? Es completamente peregrina la explicación antedicha. El caudal tumultuoso de voces aprobatorias habría ensordecido las protestas. No hubo multitud de apoyo, a pesar de haber sido convocada. ¿Ya se enfriaron estos apoyos?
Dicen algunos analistas que la gran ausencia es respuesta tácita de repudio al convocante, el gobierno de Emilio. Emilio, el monaguillo de polendas; Emilio, el acólito incondicional; Emilio, el señalado sacristán, y su cohorte de turiferarios, Fernando Guzmán Pérez Peláez, Abraham González Uyeda, José Antonio de la Torre, Antonio Mateos y algunos cuantos funcionarios más. Otra respuesta equivocada. Los ciudadanos de a pie no tenemos obligación de cumplir las leyes establecidas. Pero sabemos de las herramientas coercitivas para someternos y de los mecanismos vigentes para obligarnos a su cumplimiento, si es que nuestra voluntad apunta a transgredirlas o si damos el penoso paso de infringirlas. Tenemos el derecho a ser infractores, pero también nos ganamos con ello la danza del castigo penal, según el nivel de la infracción. Para los hombres de gobierno, la situación es distinta. Ellos no tienen el derecho de la lenidad o de la indiferencia ante las leyes. Todo gobernante en turno tiene tras de sí su propio juramento explícito, que vincula cada uno de sus actos, de “cumplir y hacer cumplir las leyes vigentes”.
Aunque nuestro artículo 130 constitucional ha conocido modificaciones aviesas, aún se atiene al principio de la separación entre las iglesias y el Estado. Reza al pie de la letra: “El principio histórico de la separación del Estado y las iglesias orienta las normas contenidas en el presente artículo”. No hace un año que en el Congreso de la Unión se debatió sobre incluir explícito el término de la laicidad en la definición de la República, para evitar ambigüedades y ambivalencias de interpretación. No hace falta entonces indagar tanto y predicar de más. Nuestros funcionarios se deben atener a esta norma expresa y no buscarle mangas al chaleco.
¿Por qué entonces Emilio, los miembros de su gabinete, algunos diputados locales, alcaldes y muchos otros funcionarios se dan cita pública a estos eventos transgresores, desobedecen abiertamente la ley y siguen tan campantes en su puesto? ¿Por qué no les llega siguiera una reconvención de la ciudadanía? ¿Por qué razón Emilio no sólo viola en los hechos la normatividad existente, sino que hasta define la laicidad como cláusula restrictiva que no se corresponde con la realidad? ¿De veras –según su dicho– se le deberá al cristianismo la construcción no sólo del Jalisco actual, sino del país entero? ¿Se atienen acaso estos juicios al dictamen sobrio de un gobernante, que debe observar en todos sus actos la directriz expresa de la laicidad? Nos seguimos debiendo los tapatíos un debate a fondo sobre este tema fundamental, siempre evadido y sin embargo sistemáticamente violado.
(*) Este texto se publica en la edición 352 de Proceso Jalisco, ya en circulación.
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