La captura de los estados
Luis Linares Zapata
Las pasadas dos elecciones en México y la crisis en los
países desarrollados de la eurozona y Estados Unidos muestran a las claras la
captura de los distintos estados nacionales por el mundo financiero y las
grandes corporaciones. Los distintos liderazgos políticos han sucumbido al
imperio de sus patrocinadores. Sin el apoyo abarcante de estos últimos, tanto
la pluralidad como las crecientes necesidades vitales de los pueblos ya
hubieran cambiado el rumbo de los actuales sucesos. No lo han podido hacer, a pesar
del desencanto creciente, de las manifestaciones masivas, de las rebeldías que
se tornan cada vez más violentas y de la erosión que padecen en su bienestar
los ciudadanos. La pérdida de credibilidad de los medios de comunicación es
otra de las señales del traspase de límites a los que se ha llegado por la
desbalanceada conducción del presente estado de cosas. La creciente
canalización de las inquietudes colectivas a través de los medios alternativos
es una señal de alerta adicional para el sistema establecido. Partidos,
gobiernos y los distintos aparatos del oficialismo mediático han abierto una
enorme brecha de credibilidad que ya no se puede soslayar.
En el núcleo de la crisis global se encuentra a sus
anchas y endiosada la avaricia sin límites de los directivos de los centros
financieros, en especial aquellos situados en Wall Street y la City de Londres.
Pero tal fenómeno no se agota en esas exquisitas sedes; se extiende también sin
rastros de mesura a todas las demás de la misma especie esparcidas por aquí y
allá. La retórica del neoliberalismo ha alcanzado, en tales cumbres y en esos
personajes, el más alto nivel de aceptación. Más que eso, ha llegado a situarse
como impulso básico y totalizador de ciertas categorías humanas. Al menos eso
es lo que parece desprenderse de la narrativa que se viene trasminando hacia
afuera de las grandes y lujosas oficinas de los mercaderes del gran dinero.
El proceso desregulatorio iniciado en los años setenta en
la Norteamérica de Ronald Reagan y el Reino Unido de Thatcher abrió de par en
par las inmensas puertas de la especulación desmecatada. El meollo de la
presente crisis corrió al parejo de esta dañina práctica. Tal como afirma
Vincenc Navarro, el economista de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y
uno de los lúcidos críticos del neoliberalismo salvaje, en el periodo previo a
los setenta, es decir, de 1945 a 1970, no hubo crisis alguna en los países
centrales. Fue a partir de entonces que ha logrado identificar 130
perturbaciones y crisis financieras. Antes (45 a 70) no ocurrían porque el
mundo bancario estaba regulado, a veces con fuertes medidas de control. Estaban
vigentes los controles a los capitales, supervisión de la especulación y varias
leyes adicionales que mantuvieron al sistema caminando con orden y repartiendo
la riqueza generada con equilibrio. Bien demostrado está que el epicentro de la
crisis radica en los abusos de los banqueros. No se les pude dejar manos libres
para seguir rellenando sus balances con bonos basura, tampoco refugiándose en
los paraísos fiscales o manejando instrumentos de altísimo riesgo que, por su
monto, arriesgan la estabilidad completa de las economías, por fuertes que
éstas sean. Es por eso que Warren Buffet los llamó las verdaderas armas de
destrucción masiva
El desarrollo de la crisis en la eurozona ha puesto en
evidencia las sinrazones que la generan y que impiden encontrar una salida
justa. En su epicentro el asiento preferente lo ocupa la gran banca alemana (y
francesa en tono menor) y su dominio sobre el Banco Central Europeo (BCE). Bien
afirma Vincenc Navarro que el BCE es, en efecto, el lobby de los
grandes capitales alemanes. Todo el esfuerzo de los rescates a Irlanda,
Portugal, Grecia o España está orientado a salvaguardar las inversiones
alemanas en los sistemas financieros de tan espoliados países. Fueron los
bancos alemanes, por ejemplo, los que empujaron la burbuja del ladrillo
(Irlanda y España) y el armamentismo griego que desbocó sus déficit. Fueron los
centros financieros alemanes los que impidieron, por norma constitutiva del
BCE, la adquisición directa de las distintas deudas soberanas a precios
manejables. Fueron también ellos los que obligaron al BCE a prestar dinero sólo
a través de los bancos privados de los distintos países que lo requerían. De
esa manera trasladaban voluminosos beneficios a los accionistas bancarios que
se servían del abultado diferencial, entre el costo por ellos pagado (menos de
1 por ciento) y el cobrado a las tesorerías de los distintos países (4 a 6 o
incluso 7 por ciento) al absorber las deudas internas. Se calcula que, mediante
este circuito perverso, acumulador e injusto, se inflaron las deudas en unos
350 mil millones de euros adicionales. En España, tal sobrecosto llega a unos
200 mil millones de euros. Ese dinero generado de la nada se quedó en las
avarientas manos de la élite bancaria.
En México, las cifras de las utilidades
bancarias durante el periodo panista son, por calificarlas de alguna manera,
obscenas: unos 45 mil millones dólares en esa trágica docena de años. Los
inversionistas extranjeros han recuperado, cuando menos, el doble de lo erogado
por adueñarse de la mayoría de la banca nacional. El experimento ecuatoriano
debía ser ejemplar. Allá se les ha impuesto a los bancos una contribución
forzada (bono le llaman) sobre sus utilidades para evitar la indebida
concentración e incremento en la desigualdad. Los países escandinavos mitigan
la acumulación desorbitada a través de una escala impositiva que aquí sería
juzgada incautatoria, un atraco descarado, un atentado contra la libre empresa
y demás sutilezas conocidas. Pero la sociedad sueca, noruega y demás norteños
europeos recibe a través del gasto público, los efluvios de un Estado que,
ciertamente, es benefactor. Pero la avaricia no reconoce limitantes, ni aun los
propios de la seguridad individual o de grupo. De ahí que las reformas
estructurales, como la laboral, sigan un curso casi inevitable y depredador del
bienestar colectivo.
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