Tiranosaurio mex
Denise Dresser
MÉXICO, D.F., 22 de noviembre.- ¿En qué se parece la Suprema Corte a uno de los dinosaurios más grandes del mundo? ¿Por qué compararlos, si la Corte tiene su sede en la calle de Pino Suárez y el tiranosaurio habitó la parte occidental de Estados Unidos hace 65 millones de años? ¿Hay alguna afinidad entre una institución que imparte justicia y un reptil del Periodo Cretácico? Las similitudes no son obvias hasta que uno lee el documento elaborado por dos investigadores del CIDE –Carlos Elizondo y Ana Laura Magaloni– y titulado: ¿Por qué nos cuesta tanto dinero la Suprema Corte?”. Y allí en blanco y negro se percibe el parecido: la Corte, como el tiranosaurio, es un enorme depredador. Un carnívoro hambriento. Un espécimen que devora recursos de la ciudadanía como los dinosaurios devoraban las aves de su era.
El argumento detrás de esa enormidad es el deseo de asegurar la independencia y la autonomía del máximo tribunal. Antes de la reforma emprendida por Ernesto Zedillo en 1994, la Suprema Corte era una entidad sumisa, doblegada, guardián de los deseos del Poder Ejecutivo. No tenía el tamaño o el peso suficientes para ser considerada uno de los depredadores más feroces; ni a hadrosaurio llegaba. Pero a partir del parteaguas que el presidente impulsó, la Corte comenzó a cambiar en aras de convertirse en un árbitro jurídico creíble y aceptable. Esa tarea incluyó una serie de políticas diseñadas para asegurar su independencia: que los ministros duraran 15 años en el cargo, que sus sueldos no pudieran ser reducidos, que cuando se retiraran tendrían derecho a una pensión vitalicia, que la institución podía elaborar su propio presupuesto para que se incluyera –sin cambios– en el Presupuesto de Egresos, y que el presidente de la Corte tenía la facultad de administrar esos recursos como quisiera.
Denise Dresser
MÉXICO, D.F., 22 de noviembre.- ¿En qué se parece la Suprema Corte a uno de los dinosaurios más grandes del mundo? ¿Por qué compararlos, si la Corte tiene su sede en la calle de Pino Suárez y el tiranosaurio habitó la parte occidental de Estados Unidos hace 65 millones de años? ¿Hay alguna afinidad entre una institución que imparte justicia y un reptil del Periodo Cretácico? Las similitudes no son obvias hasta que uno lee el documento elaborado por dos investigadores del CIDE –Carlos Elizondo y Ana Laura Magaloni– y titulado: ¿Por qué nos cuesta tanto dinero la Suprema Corte?”. Y allí en blanco y negro se percibe el parecido: la Corte, como el tiranosaurio, es un enorme depredador. Un carnívoro hambriento. Un espécimen que devora recursos de la ciudadanía como los dinosaurios devoraban las aves de su era.
El argumento detrás de esa enormidad es el deseo de asegurar la independencia y la autonomía del máximo tribunal. Antes de la reforma emprendida por Ernesto Zedillo en 1994, la Suprema Corte era una entidad sumisa, doblegada, guardián de los deseos del Poder Ejecutivo. No tenía el tamaño o el peso suficientes para ser considerada uno de los depredadores más feroces; ni a hadrosaurio llegaba. Pero a partir del parteaguas que el presidente impulsó, la Corte comenzó a cambiar en aras de convertirse en un árbitro jurídico creíble y aceptable. Esa tarea incluyó una serie de políticas diseñadas para asegurar su independencia: que los ministros duraran 15 años en el cargo, que sus sueldos no pudieran ser reducidos, que cuando se retiraran tendrían derecho a una pensión vitalicia, que la institución podía elaborar su propio presupuesto para que se incluyera –sin cambios– en el Presupuesto de Egresos, y que el presidente de la Corte tenía la facultad de administrar esos recursos como quisiera.
Y allí está el resultado casi 20 años después: una Corte independiente pero cara, autónoma pero rapaz. La independencia no ha asegurado el buen uso de los recursos. Más bien ha transformado a la Corte en un carnívoro constante que se alimenta a sí misma de forma ineficiente, irracional e ineficaz. En lugar de evolucionar y transformarse en pájaro, la Suprema Corte tan sólo prosiguió con las mismas prácticas del Pleistoceno priista. Y así, mordida tras mordida del presupuesto público, ha llegado a ser la Corte más cara del mundo, sin ser la más productiva o la más generadora de confianza ciudadana. Así como hay 30 especímenes de tiranosuarios rex, en México la Corte despliega un gran número de prácticas asociadas con su conversión en tiranosaurio mex.
Desde el 2003, el presupuesto asignado a la Suprema Corte ha aumentado. En 2009, la Corte gastó entre 40 y 90% más que los Poderes Judiciales en los estados. Hoy la SCJN gasta mucho más que otros tribunales prestigiados en el mundo. La Suprema Corte de Estados Unidos aplica el 37% de lo que ejerce la mexicana. La de Canadá gasta el 15.2% de lo que eroga la nuestra. El Tribunal Constitucional de España usa sólo el 14.4% de los recursos que se embolsa anualmente el de México. Y a pesar de que la SCJN gasta tanto, no es la más productiva. El tribunal constitucional de Perú resuelve 37% más asuntos que nuestra Corte, pero con un presupuesto equivalente a 3% del ejercido por nuestro máximo tribunal.
Y llegamos hasta aquí con una Suprema Corte cara y comparativamente improductiva porque ha seguido las prácticas del viejo régimen, las reglas del juego de la era priista que convirtieron la función pública en una fórmula para la distribución del botín. Para la contratación de familiares. Para la creación de empleos. Para el otorgamiento de favores. Para la institucionalización del patronazgo. Por ello nuestra Corte, con sus 3 mil 116 funcionarios, tiene casi siete veces más personal que la Suprema Corte estadunidense y 45 veces más que el Tribunal Constitucional de Chile. Peor aún: de esas 3 mil 116 plazas, el 75% son para funciones de carácter administrativo y sólo el 25% sirven en funciones sustantivas o jurisdiccionales. La Corte mexicana dispone de 108 secretarios de estudio y cuenta. Pues resulta que el Tribunal Constitucional Español tiene sólo 54 plazas similares, pero con la mitad del número que emplea la nuestra resolvió más casos en el 2009. Nuestro tribunal supremo es tan grande, pesado y aletargado como los fósiles de sus contrapartes dinosáuricas.
¿Y en qué gastan tanto? Pues cada uno de los ministros gana 347 mil pesos netos al mes, más que el presidente de la República, quien percibe 152 mil pesos netos. Gastan más en los sueldos que se otorgan que los ministros en Canadá, Estados Unidos, Alemania, España, Colombia y Perú. Gastan en pensiones vitalicias que van de 150 mil a 225 mil pesos mensuales. Gastan en seguros de gastos médicos mayores, por los cuales el máximo tribunal eroga de 10 mil a 100 mil pesos anuales por cada ministro, incluyendo a los ya retirados. Gastan una suma diaria de 33 mil 766 pesos presupuestada para alimentos por ministro. Gastan en viáticos para viajes nacionales e internacionales la cantidad de 19 millones 148 mil 457 pesos, que diariamente serían 54 mil 115 pesos por persona. Gastan porque pueden hacerlo.
Los ministros, lamentablemente, habitan ese país paralelo distinto al de la mayor parte de los ciudadanos. En esa otra realidad pueden ser los reyes mejor alimentados, los sultanes más apapachados, los dinosaurios más engordados. Desde su posición privilegiada no tienen que predicar con el ejemplo, dejar de autoasignarse prestaciones excesivas o injustificables, valorar la ética pública o afianzar la confianza ciudadana. Ante los escandalosos datos revelados por el CIDE han respondido con el silencio o la ofuscación. Quizás creen en el viejo dicho que se usa para justificar los sueldos altos: “si pagas cacahuates, obtendrás monos”. El problema no es que hayamos creado monos, pero sí hemos concebido un dinosaurio insaciable. Tenemos una Corte muy cara, mal administrada, con una burocracia demasiado amplia y con sueldos y prestaciones excesivas para los altos cargos. Un tiranosaurio mex que se nutre del erario y de los impuestos pagados por millones de ciudadanos.
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