Urgente: salvemos a Jalapa
Jaime Avilés
Desde mañana, habrá tiempo de sobra para analizar los comicios en el estado de México, donde Alejandro Encinas sufrirá el quíntuple embate de Peña Nieto, Eruviel Ávila, el Instituto Electoral, los levantacejas y los chuchos, quienes impidieron a los militantes de Morena cuidar las urnas, por lo que tres de cada 10 casillas no serán vigiladas.
Pero en este momento lo urgente es mirar a Jalapa, donde el pasado 17 de junio, elementos del 63 batallón de infantería y de la SSP estatal mataron al menos a 11 civiles. Si este acto monstruoso no sienta un precedente y pone un alto al terror de Estado, la capital de Veracruz podría convertirse en otra ciudad mártir, como Juárez y Monterrey.
En los últimos dos meses, decenas de adolescentes jalapeños han sido secuestrados y desaparecidos. Las balaceras en la vía pública empiezan a ser pan de cada día. El miedo se extiende y la impunidad se desborda. ¿Podemos hacer algo al respecto? Sí. Examinar con lupa los hechos del 17 de junio y comprobar que ese día, a las afueras de Jalapa, se produjo una auténtica matanza, tras la que el gobernador de Veracruz, Javier Duarte, declaró que las fuerzas del orden habían abatido a 11 sicarios y detenido a ocho más.
Podemos y debemos presionar a Duarte por todos los medios de la resistencia civil pacífica para que responda las siguientes preguntas: ¿Cómo se llaman esos detenidos? ¿De qué se les acusa? ¿Por qué no fueron presentados a los medios? ¿Cuál es el número de averiguación previa que sigue su caso? Y lo más importante, ¿dónde están? En cuanto a los sicarios, ya sabemos que amigos y parientes de una de las víctimas difundieron en los medios electrónicos locales que, sin deberla ni temerla, los soldados torturaron y asesinaron al ingeniero Raúl Tecatl Cuevas y a otros dos hombres que viajaban con él.
Cuando esta columna sabatina difundió esta información en su entrega anterior, la procuraduría estatal reveló la identidad de los acompañantes del ingeniero: Joaquín Figueroa Vázquez y Tito Landa Argüelles, pero reiteró que los tres eran sicarios. Nada más falso. Joaquín era un mecánico altamente especializado que trabajaba, hacía 8 años, para la firma Triturados Río Seco, SA de CV, filial de Constructora Santa Clara, donde ganaba 7 mil pesos quincenales, pero no estaba asegurado por capricho del dueño de ambas empresas, Sergio Lara Hernández, amigo del procurador veracruzano, Reynaldo Escobar.
El jueves 16 de junio, Figueroa Vázquez, de 53 años, padre de tres hijos, llegó al campamento de Chichicaxtle, a 40 kilómetros de Jalapa, donde su patrón explota una cantera de piedra. Estuvo allí todo el día, cambiando los sellos del gato hidráulico de un camión de volteo Yucle, marca Caterpillar, y durmió en un vehículo donde sus deudos, el domingo después de la matanza, encontraron sus efectos personales.
El viernes 17, pasadas las 18 horas, Joaquín ocupó el asiento trasero de una pick-up blanca, de doble cabina, marca Mitsubishi, modelo 2009, tipo L200, placas XN-11-781, propiedad de Constructora Santa Clara, que manejaba el ingeniero Raúl Tecatl. Adelante, a la derecha de éste, se sentó el laboratorista Tito Landa Argüelles, cuya función consistía en analizar las piedras trituradas y clasificarlas. Era padre de cinco hijos; uno de ellos está enfermo de los riñones y necesita diálisis frecuentes.
Como todos los viernes, después de trabajar, Tito, Joaquín y Raúl emprendieron el regreso a Jalapa. Fueron vistos cargando gasolina a las 18:15 horas. De esto se deduce que salieron de Chichicaxtle, a lo sumo, a las 18:30, y que, gracias al empuje de la pick-up, recorrieron en 30 minutos los 40 kilómetros del trayecto, cargado de tráfico y abundante en curvas. Joaquín solía bajarse en Las Trancas, un pueblo que está después del campo militar 26-A, sede del 63 batallón de infantería, y a dos kilómetros y medio de la ex hacienda El Lencero. Tito se quedaba en otro punto, ya dentro de la ciudad.
Aquella tarde, sin embargo, al acercarse a la base del Ejército –a más tardar a las 19 horas– se incorporaron a una cola de vehículos, que pasaban a vuelta de rueda ante un retén puesto exactamente donde la barda perimetral del campo militar termina, frente a los lindes de El Lencero. Y cuando a la Mitsubishi le tocó ser revisada, los soldados obligaron a Tito, Raúl y Joaquín a salir de ella. ¿Qué ocurrió después? ¿En verdad se desató un tiroteo?
Familiares de Joaquín afirman que en el muro del campo militar no hay impactos de bala, pero que debajo de la hierba, justo donde estaba el retén, hay grandes manchas de sangre y el pasto huele a sangre. Saquen sus conclusiones. Otros testigos cuentan que desde un helicóptero blanco con franjas negras, francotiradores uniformados dispararon contra los vehículos detenidos en la carretera, y que algunos pasajeros se echaron a correr hacia el monte y otros se cambiaban de automóvil.
Cuando la balacera acabó, los soldados mantuvieron el retén hasta las 23 horas. Los hijos de Tito y Raúl no supieron sino hasta el día siguiente que los cadáveres de sus padres estaban en la procuraduría. El certificado de defunción de Joaquín dice que el mecánico murió a las 19:30 de traumatismo craneoencefálico secundario (o sea, debido) a disparo de arma de fuego. Y el de Tito, que falleció a las 17:30 por el mismo tipo de lesión.
Esto es ridículo. A las 17:30 Tito estaba en Chichicaxtle y no recibió uno, sino cinco balazos: dos en el cráneo, uno en un brazo, uno en un glúteo y uno en una pierna; además, tenía múltiples golpes en el rostro, los párpados inflamados y amoratados, y rasguños y raspones por doquier. Joaquín también presentaba dos disparos en la cabeza y tres en el plexo solar, una herida de cinco centímetros de longitud entre la barbilla y el labio inferior, además de golpes en la nariz y el ojo izquierdo.
Para identificar a sus padres, los muchachos tuvieron que ver horribles fotografías. En ellas estaban, muertos y bañados en sangre, Tito, Joaquín, Raúl y un desconocido, dentro de una camioneta negra (ellos, que habían llegado en una camioneta blanca). En el asiento trasero, Joaquín lucía dos pistolones encajados entre el pantalón y la camisa, y uno más en cada mano. Tito, sentado adelante junto a Raúl, sostenía un cuerno de chivo. También con cuerno de chivo estaba el ingeniero, pero los muchachos tardaron en reconocerlo porque tenía desfigurada la cara y lo habían asesinado con una ráfaga de 10 balazos y un tiro de gracia.
Los jóvenes se quedaron atónitos cuando los empleados de la morgue les dijeron que podían llevarse los cuatro cuerpos. ¿Por qué, si eran hijos de sicarios, no les hicieron ninguna pregunta? ¿Por qué les negaron el expediente del caso? ¿Por qué les entregaron los cadáveres en menos de una hora, como si quieran deshacerse de ellos? ¿Cómo se llamaban los otros ocho supuestos sicarios? Esto es lo que la sociedad civil debe obligar a responder a Duarte. ¿Por qué los mataron? ¿Por qué los envilecieron con tamañas calumnias? ¿Quién se va a encargar de sus huérfanos y sus viudas?
Por lo pronto, la CNDH delibera si investigará el asesinato de Joaquín Figueroa; su decisión se conocerá pasado mañana. En Jalapa, el pasado lunes, Duarte pidió a los directores de todos los medios de comunicación que minimicen cualquier información relativa a matanzas en la vía pública: “No les den primera plana, no las llamen balaceras, sino operativos”. A su vez, una fuente confiable filtró a esta columna que la procuraduría estatal se comprometió ante el gobierno federal a dar número (de supuestos sicarios muertos y detenidos) cada semana. Salvemos a Jalapa.
PD: En la entrega anterior se dijo que a los compañeros de Raúl Tecatl les habían cortado las manos, lo que no ocurrió.
jamastu@yahoo.com
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