Gustavo Gordillo
Una democracia en la cual al menos la mitad de su población se encuentra en condiciones de pobreza es una pobre democracia. Una democracia en la cual impera la impunidad y el agravio a sus ciudadanos es una democracia frágil. Una democracia en donde la clase política prefiere embarcarse en pleitos de poder y acomodos palaciegos mientras que una auténtica guerra impulsada por el Poder Ejecutivo elimina no sólo a criminales, sino sobre todo afecta con pérdidas irreparables a ciudadanos y ciudadanas, es una democracia insensible.
Un sentimiento recorre el país desde las megalópolis hasta los pueblos más pequeños en el medio rural mexicano. Comienza como una sensación de desamparo –quién nos defenderá–, continúa con una constatación dolorosa –no se puede confiar en el gobierno [el que sea: federal, estatal o municipal]–, se convierte en desesperanza –un país sembrado de cadáveres e impunidad–, deviene rabia –estamos hasta la madre–, hasta que empieza a despuntar en redes de apoyo y solidaridad.
Primero está reconocernos en el dolor ajeno. Este puede ser por el hecho brutal de perder a un familiar en un tiroteo o no saber nada de él o ella porque está desaparecido. Pero también es dolor ser joven con estudios preparatorianos o universitarios y no poder vislumbrar más futuro que la inopia y la desesperanza. También es dolor no encontrar empleo, que es otra forma de no ser reconocido socialmente. También es dolor aspirar a ser de las famosas clases medias y estar hasta el tope de deudas, con tarjetas vencidas y caza diaria de los cobradores de impagables. Es dolor constatar la alta tasa de suicidios entre los más, más jóvenes, o el peso que sigue teniendo la violencia intra-familiar. O la discriminación que sufren a diario homosexuales, lesbianas o indígenas. Al final la pregunta clave: ¿cuándo me tocará a mí?
Después está solidarizarnos con el dolor ajeno. Las redes sociales han jugado y seguirán jugando un papel clave. Entre la madre que perdió a su hija y no sabe si vive o está muerta o si la llevaron a un prostíbulo y nosotros, está el puente de firmar una protesta o exigir una investigación. Entre los estudiantes que creen no tener futuro y nosotros está el espacio de la manifestación o el mitin para exigir más escuelas y más becas estudiantiles.
Después está organizarnos para enfrentar el agravio y la impunidad. Monsiváis decía que la primera barrera que había que vencer era la idea de que de nada sirve que me organice. Las redes de activistas sociales, los pequeños grupos que proliferan en las entrañas de nuestro país herido, son todos testimonios que sí importa organizarnos, que sí hacen una diferencia. Las voces aisladas se hacen susurros, estos se convierten en gritos y pronto serán sinfonía.
Esto es en el fondo lo que nos ha enseñado la caravana de la paz, la caravana del consuelo. Porque no queremos más entristecernos con expresiones como la de Yuriani Armendáriz, del pueblo de Creel en la sierra de Chihuahua:
“Yo no traigo un escrito porque ese escrito en mi pueblo se hizo con sangre. Ese 16 de agosto de 2008, que marcó ya a mi pueblo, 13 personas fueron asesinadas: mi hermano, mi primo, un niño de un año que muere en brazos de su padre… hemos vivido un viacrucis, porque le exigimos al gobierno eso que nos debe, eso que se llama justicia.”
En la actualidad, refutar los fundamentos de elaboraciones teóricas que justifican la injusticia realmente existente requiere cultivar el tronco común de la acción pública solidaria, base de una democracia real que se centra en la ciudadanía.
No se trata de elaborar un esquema ideal que termine por alienarse del mundo, sino de construir espacios que se reconozcan en éste, precisamente porque no anulan sus contradicciones. Estos espacios retoman los principios de libertad e igualdad en otro contexto: la pluralidad de los actores sociales a partir de su autonomía.
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