Mariel: atropello y justicia extraviada
La liberación de Mariel Solís Martínez, alumna de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), acusada de complicidad en el asesinato de Salvador Rodríguez y Rodríguez –catedrático de esa casa de estudios–, ocurrido en agosto de 2009, es en sí misma una buena noticia, toda vez que implica la corrección de una profunda injusticia: cabe recordar que la estudiante fue detenida en condiciones por demás irregulares (sin que mediara orden de aprehensión y en circunstancias, según el testimonio de la víctima, semejantes a las de un secuestro), y que fue presentada ante la opinión pública como delincuente, pese a que el proceso judicial contra ella ni siquiera había iniciado, además de que se pretendió fundamentar las acusaciones en pruebas endebles: el testimonio de uno de los autores materiales del citado delito –quien, según versiones extraoficiales, se habría contradicho respecto de la declaración en que inculpaba a Mariel Solís– y un video en el que se identifica a la universitaria, a pesar de que quien aparece en la imagen es una mujer de complexión y rasgos palmariamente distintos.
Con tales precedentes, el reconocimiento público que hizo ayer la procuraduría capitalina sobre la inocencia de la acusada y su decisión de desistir acción penal en su contra es una decisión acertada. Sin embargo, el hecho mismo de que Solís haya pisado la cárcel y enfrentado la kafkiana situación de tener que demostrar su inocencia –a pesar de que la Constitución demanda la presunción de ésta hasta que se demuestre lo contrario– exhibe el grado de vulnerabilidad en que se encuentra prácticamente cualquier ciudadano en el país ante la propia autoridad, y pone en evidencia el exasperante extravío de los aparatos de procuración e impartición de justicia, en los que el abuso del poder, la fabricación de culpables, el empleo faccioso y discrecional de las leyes, la impunidad, la corrupción, la discriminación y la violación a las garantías individuales son parte del patrón de conducta de las instituciones supuestamente encargadas de salvaguardar el estado de derecho.
Adicionalmente, y si se toma en cuenta que un componente ineludible de la excarcelación de Mariel Solís fue la presión ejercida por estudiantes y académicos de la UNAM a través de las redes sociales y la exhibición del caso en los medios de comunicación, es pertinente preguntarse cuántas personas en el país se encuentran en una situación similar sin que sus casos hayan salido a la luz pública. En ese sentido, y aunque en la hora presente las críticas se centren –y con razón– en el dislate cometido por la procuraduría capitalina, es pertinente señalar que los vicios señalados se reproducen en todos los niveles, incluido el federal: un dato revelador es el elevado porcentaje de personas –casi tres de cada cuatro– que han sido presentadas por el actual gobierno federal como integrantes de la delincuencia organizada y que han debido ser liberadas posteriormente por falta de pruebas, por deficiencias en la integración de los expedientes acusatorios, por corrupción de jueces o por una combinación de esos factores. No parece descabellado suponer que, en más de uno de esos casos, los acusados ha padecido circunstancias similares a las que sufrió Mariel Solís Martínez.
Finalmente, mal haría el gobierno capitalino en considerar zanjado este asunto solamente con la excarcelación consumada ayer. Por el contrario, hay indicios de irregularidades cometidas por agentes judiciales y del Ministerio Público que detuvieron y encarcelaron a una mujer manifiestamente inocente. Lo procedente, en este caso, es emprender acciones orientadas a reparar el daño a Mariel y a esclarecer y sancionar a los malos funcionarios que la privaron injustamente de su libertad. Las sanciones legales a que dé lugar este atropello deben ser vistas como un paso ineludible para impedir la persistencia y la repetición de injusticias como la cometida contra esta estudiante universitaria.
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