Luis Linares Zapata
Las crisis de deuda pública que aquejan a las economías centrales han agudizado el enfrentamiento entre dos visiones diferentes para salir de ellas. Una, con fuerte respaldo de gobiernos, élites y organismos multilaterales, pone drástico acento en la forzada austeridad para paliar los altos déficit presupuestarios y evitar la quiebra. La otra recarga el acento en la nociva fiscalidad que privilegia a las empresas y los capitales con desgravaciones sucesivas que han sitiado al erario. En esta desequilibrada pugna quien ha resultado prisionera y perjudicada es la misma sociedad. En primer término porque ha sido forzada a resistir un alto porcentaje de desempleo y precariedad creciente. En segundo término porque ha visto cómo cae el salario y se recorta el llamado estado de bienestar del que gozaba. En cambio, la empresa de gran tamaño y el capital especulativo ha hecho su agosto. El resultado de tan desigual batalla no se ha hecho esperar: severa inequidad, desesperanza colectiva y protestas callejeras que no cesan y tensan la vida en común.
La lucha por reponer las anteriores prestaciones obtenidas en atención a la salud universal, educación gratuita, vivienda y crédito asequible, pensiones dignas a edad adecuada, oportunidades de desenvolvimiento personal, contratación colectiva y esparcimiento, es una rijosa constante en todos estos países. El mundo desarrollado y posindustrial se convulsiona de manera constante y organiza mejor sus protestas contra la aplicación tajante de políticas públicas que tratan de disolver prestaciones ganadas con prolongados y hasta cruentos procesos de sus respectivos pueblos. El aparato financiero, por su lado, ha recuperado la dominancia que le había sido cuestionada durante y después de la crisis global que provocó en 2008. Y, por lo que se avizora para el inmediato futuro, seguirá ganando terreno para su causa de enriquecimiento sin medida ni contemplaciones para los derechos humanos. El credo neoliberal se ha enquistado no sólo en las universidades de prestigio o en amplios segmentos de la crítica, sino en los mismos gobiernos, incluso los de corte popular, de izquierda o de orientación socialdemócrata.
El tan usado discurso de la modernidad pone el acento en la incapacidad de sostener un estado de bienestar por ser sumamente oneroso, imposible de preservar. Es por ello que se le deben hacer adecuaciones drásticas y, de ser posible, disolverlo. La iniciativa de los particulares, dentro de las reglas del mercado, habrá de tomar lo que de ello sea rescatable y operarlo con eficiencia. Esa es la compulsa, el dogma, el mandato que emana desde los centros del poder establecido. Pero, al mismo tiempo, surgen voces, cada vez más articuladas y convincentes, de que esa no es una ruta conveniente, vaya, ni siquiera prudente o responsable. La violencia que ha ido empollando en su seno aflora a cada paso. El drama humano que procrea ya tiene expresiones de difícil asimilación para la estabilidad de instituciones de gobierno, incluidos, claro está, los partidos políticos y las ambiciones de sus figuras actuales. La falsedad de los argumentos para disminuir prestaciones sociales como receta de solución en España, por ejemplo, es fácil de mostrar (ver a Cesc Navarro, Universidad Johns Hopkins): el producto individual español alcanza ya 90 por ciento del de la Europa de los 15. En cambio, su gasto social es bastante menor al promedio de ese conjunto de naciones. Aun así, el empresariado de ese país (y de otros también) está empujando, con apoyo en el Banco Central Europeo y el FMI, mayores recortes al bienestar. Por el lado de la fiscalidad, los trabajadores españoles pagan 75 por ciento de lo que tributan los escandinavos, pero los empresarios sólo contribuyen con 35 por ciento de lo que aportan sus contrapartes del norte. Las diferencias en deuda pública, déficit y prestaciones entre esos países son inmensas. Aun así, las fuerzas que se agrupan en torno al capital, pugnan (ahí y en todas las demás naciones) por mayores desgravaciones que, con el correr de los días y la acumulación de evidencias empíricas, se asienta como la causa real, eficiente, de los desequilibrios presupuestarios. Caso similar padece Estados Unidos. Las desgravaciones hechas a los ingresos de los ricos durante los últimos veinticinco años han ocasionado huecos mayores en las finanzas del gobierno que ahora los republicanos quieren eliminar disminuyendo los gastos y las inversiones en programas de corte social.
La disputa descrita permea por todos los poros del planeta. En México se ha tomado el credo neoliberal con una enjundia digna de las mejores causas patrióticas. Ahí se han enquistado y pululan a sus anchas las llamadas reformas estructurales (laboral, de seguridad nacional, fiscal, energética, política, educativa, y las renombradas de salud y pensionaria) para profundizar, con ahínco y sin mesura, la ya de por sí rampante desigualdad. Sin haber accedido a un aceptable estado de bienestar, los partidos políticos de la derecha (soberbia e ignorante) acuerdan retomar impulso legislativo. Será, qué duda cabe, la dicotomía que ambos agrupamientos suyos (PRI y PAN) presentarán como oferta política, disfrazada de cambio, para las próximas elecciones de 2012. Frente a este proyecto continuista, apoyado por todo el establecimiento del poder actual, se levantará otra opción, bastante vapuleada pero necia y consistente, que propugnará por otras opciones y salidas. Unas que alivien, al mismo tiempo, la salvaje violencia que se extiende como plaga en México.
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