Adriana Morlett, desaparecida
Sara Lovera
MÉXICO, D.F., 3 de febrero (apro).- Frente a una desaparición, lo que parece invadir el alma es la angustia, la ansiedad, la zozobra, la congoja y un sentimiento de desesperanza y desesperación que crece en espiral.
Esa desaparición inexplicable, inquietante, nos coloca en un estado de desasosiego permanente. Es como si alguien hubiera quebrado toda racionalidad.
Desde el 6 de septiembre del año pasado desapareció Adriana Morlett, hace ya casi cinco meses. Ella dejó de estar, caminó a un no sitio, a un sin lugar, convertida en humo y sin señales de vida, como si se la hubiera tragado la tierra, llevada por el viento, evaporada y ausente.
Adriana, con 21 años de edad, no volvió a casa. Vivía en la ciudad de México, con su hermano, desde hacía poco menos de un año.
Ese septiembre, luego de ir a recoger un libro a la biblioteca central de la UNAM, se citó con Mauro Alberto Rodríguez Romero. Pensaba ir a casa a ver unas películas, pero después de salir de la biblioteca, filmada por las cámaras de seguridad, simplemente se eclipsó. Se sumergió en este océano de la violencia que parece ser la imagen de México. Lo extraño es que días después, el libro que pidió prestado regresó a la biblioteca, y nadie sabe cómo.
Sara Lovera
MÉXICO, D.F., 3 de febrero (apro).- Frente a una desaparición, lo que parece invadir el alma es la angustia, la ansiedad, la zozobra, la congoja y un sentimiento de desesperanza y desesperación que crece en espiral.
Esa desaparición inexplicable, inquietante, nos coloca en un estado de desasosiego permanente. Es como si alguien hubiera quebrado toda racionalidad.
Desde el 6 de septiembre del año pasado desapareció Adriana Morlett, hace ya casi cinco meses. Ella dejó de estar, caminó a un no sitio, a un sin lugar, convertida en humo y sin señales de vida, como si se la hubiera tragado la tierra, llevada por el viento, evaporada y ausente.
Adriana, con 21 años de edad, no volvió a casa. Vivía en la ciudad de México, con su hermano, desde hacía poco menos de un año.
Ese septiembre, luego de ir a recoger un libro a la biblioteca central de la UNAM, se citó con Mauro Alberto Rodríguez Romero. Pensaba ir a casa a ver unas películas, pero después de salir de la biblioteca, filmada por las cámaras de seguridad, simplemente se eclipsó. Se sumergió en este océano de la violencia que parece ser la imagen de México. Lo extraño es que días después, el libro que pidió prestado regresó a la biblioteca, y nadie sabe cómo.
Estudiante de la Facultad de Arquitectura, Adriana se había citado con amigas y amigos para tener una velada estupenda. La esperaban a las 8 de la noche, pero no llegó. Ella fue a la biblioteca a las 7 de la noche, no tardó nada en gestionar el préstamo, y ya en la puerta de salida sonó su celular, era Mauro Alberto, hoy escondido, atrapado por quién sabe qué saberes sobre su amiga.
Por supuesto que las autoridades encargadas y responsables de investigar, de encontrarla, no han explicado nada. La desaparición de Adriana está en la impunidad y sus padres viven con ese desasosiego de la desesperación y la zozobra del no saber, del no entender.
Se han dado cuenta del significado de la palabra impunidad que asola a nuestra realidad, esa impunidad que nos cubre y nos hunde todos los días frente a la injusticia y la desgracia.
Hace menos de una semana que la diputada Teresa Incháustegui, de la Comisión Especial de Feminicidios de la Cámara de Diputados, reveló que el Registro Nacional de Personas Extraviadas de la Secretaría de Seguridad Pública Federal (SSP) documentó, en la última década, la desaparición de 676 mujeres.
Los datos son siempre ilustrativos, pero atrás de cada una de esas 676 mujeres hay una vida, una historia, una gama de afectos, un cúmulo de experiencias y expectativas, de planes, de ilusiones.
Según la SSP, de las 676 mujeres reportadas como desaparecidas, 64.2% son mujeres de entre 10 y 24 años de edad, es decir, niñas y jóvenes.
Adriana está en la estadística, pero está en un no lugar, borrada, desvanecida en el mar de expedientes. La diputada Incháustegui, campechana y politóloga, dijo que el número de mujeres desaparecidas tendría que ser un asunto importante para la sociedad, esa masa informe que se debate en el día a día de las preocupaciones urgentes: trabajo, salario, seguridad e integridad individual.
La desaparición de mujeres en México, la de Adriana, por ejemplo, es parte de los diferentes contornos de la violencia que se convierte en un tema, pero que no se resuelve ni se enfrenta por parte del Estado y la sociedad; que se nombra, pero no se confronta.
Leyes van y vienen. Las desapariciones continúan inexplicablemente, sumidas en ese mar de amargura que desestructura familias, comunidades y país.
¿Dónde está Adriana? Seguro que es la pregunta cotidiana con la que le amanece a su madre, a su padre, a sus más queridas compañeras y amigas.
Es evidente que las autoridades federales incumplen su responsabilidad, no dan señas de eficacia, porque las desapariciones, esas que a nadie le importan, más que a las familias, como las organizadas en Coahuila o las tan antiguas buscadoras de hijos e hijas del grupo Eureka de la senadora Rosario Ibarra, no tienen respuesta.
Hace algunos días, la agrupación feminista Pan y Rosas lanzó un pronunciamiento sobre la desaparición de Adriana Morlett Espinoza y ha gritado fuerte: ¡La queremos de regreso!
El amigo de Adriana, explican las mujeres de Pan y Rosas, identificado como Mauro Alberto Rodríguez Romero e inscrito en la Facultad de Psicología de la UNAM, no explica si se encontró con ella, y lo grave es que no se tienen más datos, porque el estudiante, ante el temor a pasar de testigo a indiciado, primero evadió dar cualquier explicación, y cuando finalmente se decidió a dar información, se mostró renuente, argumentando que no quiere ser un “chivo expiatorio”.
Dio dos versiones de los hechos: en una aseguró que al salir de la biblioteca, Adriana lo quiso acompañar hasta su casa “por tener una atención” con él, y que en cuanto llegaron él sólo dejó su mochila y la acompañó a tomar un taxi. Después dijo que fueron a su casa, porque Adriana quería ver un sofá que le iba a comprar y que posteriormente la acompañó a tomar el taxi.
Lo único cierto, cinco meses después, es que la investigación está estancada, ya que Mauro Alberto acudió a la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal para interponer una queja contra las autoridades de la Fiscalía Antisecuestros, pues, según él, ha sufrido actos de intimidación y lo han interrogado sin estar plenamente identificados como personal de la fiscalía o sin las órdenes judiciales correspondientes. ¿Y las autoridades lo dejaron libre?
El padre y la madre de Adriana, que vivían en Guerrero, dejaron casa y empleo y dedican todo su tiempo, como parias, a buscar a su hija desde hace meses.
Ellos, como muchos ciudadanos y ciudadanas, hacen por vía libre sus investigaciones, frente al casi nulo avance de las pesquisas que deben realizar las autoridades.
Se ha podido precisar que Mauro Alberto prepara un recurso psicológico que anule sus probables declaraciones. Es decir que ¿no ha declarado? ¿Por qué pretende preparar este recurso psicológico de perder la memoria? Los padres de Adriana cuentan eso, que la familia de Mauro Alberto se los ha dicho. ¿Dónde está la autoridad? Pan y Rosas no se explica: el mar burocrático o la falta de todo, ¿no se sabe? Esto es, ¿se ha oscurecido el contexto, las autoridades están muy ocupadas, no funcionan las oficinas judiciales o qué pasa?
El caso de Adriana muestra el desprecio que sobre la vida de las mujeres tienen las autoridades y aparece como única verdad la impunidad. Las militantes de Pan y Rosas sostienen que esta es una forma de violencia contra las mujeres, ya que los responsables de investigar la desaparición sólo dicen: “No tenemos nada".
Lo irracional es que el marco legal que nos rige establece que tras una desaparición, la búsqueda no se inicia hasta 72 horas después, cuando la experiencia –como sucede en Ciudad Juárez– muestra que las primeras horas, después de la desaparición de una persona, son cruciales. Lo asombroso es la pasividad, a pesar de pruebas, como el que “alguien” regresó a la biblioteca el libro que Adriana sacó, sin haberlo reportado, o ante llamadas como la que recibió la mamá de Adriana, de que la tenían privada de su libertad para prostituirla, llamada que se realizó desde un teléfono público de la delegación Gustavo A. Madero, pero que los policías “no pudieron localizar”.
Hoy las mujeres organizadas gritan: ¡Devuelvan a Adriana!
saralovera@yahoo.com.mx
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