Pleito por el poder
Es meridianamente claro que la determinación de las empresas de Grupo Carso, propiedad de Carlos Slim, de dejar de anunciarse en los canales de Televisa trasciende al ámbito de un mero desacuerdo por las tarifas de las pautas publicitarias, como señalaron ayer los involucrados. Las motivaciones de una decisión que afectará los ingresos de la televisora en poco menos de 2 por ciento, y cuyo anuncio no derivó –al menos en la jornada de ayer– en un castigo de los mercados bursátiles a ninguno de los dos conglomerados –como habría sido lógico suponer que ocurriría–, son marcadamente políticas, y se inscriben en el recrudecimiento de una pugna vigente entre los dos gigantes de las telecomunicaciones en el país.
Los elementos centrales de ese pleito están a la vista: la defensa de posiciones hegemónicas respectivas en distintos terrenos de las telecomunicaciones –la televisión abierta y de paga en el caso de Televisa; la telefonía fija y móvil, en el de las compañías propiedad de Slim– y el rechazo a la perspectiva de que los conglomerados irrumpan como competidores, directa o indirectamente, en el ámbito de dominación del otro. En ese contexto, no es de extrañar que la televisora de Chapultepec se haya volcado, a lo largo de la semana que concluye, en contra de las empresas de Slim: por un lado, la Cámara Nacional de la Industria de las Telecomunicaciones por Cable –sobre la que Televisa ejerce una amplia influencia– acusó a Telcel de imponer unilateralmente tarifas de interconexión para la telefonía celular; por el otro, la propia televisora solicitó la revisión del convenio comercial entre Telmex y Dish –la compañía de televisión restringida que ha irrumpido en un mercado en el que la dinastía Azcárraga ejercía un control casi total– por posibles violaciones al título de concesión de la empresa telefónica.
Así pues, aunque las partes sostengan que se trata de un diferendo esencialmente económico, es evidente que la dimensión central del desacuerdo es una pugna por el poder político de facto que detentan, en México, las grandes empresas de telecomunicaciones como Televisa y Telmex-Telcel. El ejercicio desmesurado de ese poder se ha traducido, para la primera, en capacidad para someter a los órganos legislativos –como quedó de manifiesto con la aprobación de la denominada ley Televisa–; en intromisiones indebidas en asuntos político-electorales, de acuerdo con sus intereses, y en un amplio margen de maniobra para atacar, en términos informativos, a individuos, movimientos y expresiones sociales que le disgustan.
El trasfondo ineludible en el que se produce esta confrontación de intereses mediático-empresariales es de una profunda debilidad de la institucionalidad política formal. En el terreno de las telecomunicaciones, esa debilidad se ha expresado en el desdibujamiento de las instancias encargadas de regular la competencia y de otorgar los títulos de concesión en la materia; en la pérdida de independencia de éstas frente a los designios del poder político y económico, y en su consecuente falta de imparcialidad ante escenarios como el comentado, lo que desacredita su autoridad ante el conjunto de la sociedad.
Finalmente, para los ciudadanos, los efectos de esta circunstancia distan de ser positivos: por un lado, porque los pleitos por posiciones de poder entre los consorcios de telecomunicaciones no necesariamente se traducen en un incremento de la competencia en el sector ni en los correspondientes beneficios en cuanto a menores costos de esos servicios; por el otro, porque es justamente de la inveterada alianza entre los consorcios empresariales –particularmente los mediáticos– y los grupos de interés enquistados en las instituciones públicas de donde provienen algunas de las principales amenazas a la libertad de expresión, a la pluralidad política e ideológica y a las aspiraciones democráticas de la sociedad.
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