Violencia, hartazgo y abdicaciones
La movilización nacional contra la violencia a la que convocó el poeta Javier Sicilia logró sumar ayer amplias muestras de apoyo en una veintena de entidades del país y en otras naciones –Estados Unidos, Francia, España, Argentina, Perú, Chile, Dinamarca–, y congregó, en multitudinarias concentraciones –particularmente significativas resultaron las efectuadas en el Distito Federal; Cuernavaca, Morelos, y Chihuahua, Chihuahua–, a integrantes de organizaciones civiles, activistas y defensores de los derechos humanos, así como a multitud de personas sin filiación.
Con las movilizaciones de ayer concluyó una jornada sin precedente, en la que se confirmó el hartazgo social amplio y creciente que, más que contra la violencia y la criminalidad, está dirigido a la estrategia gubernamental con que la administración federal se ha empeñado en combatir esos fenómenos en los últimos cuatro años con resultados desastrosos. Es inevitable contrastar la inconformidad y la exasperación ciudadanas expresadas ayer en forma espontánea con la estrechez de miras y la carencia de horizontes gubernamental en su empeño por resolver la actual catástrofe de la seguridad pública mediante la continuación del despliegue policiaco-militar en curso: ayer por la mañana, en entrevista televisiva, el titular de la Secretaría de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, sostuvo que, de acuerdo con la experiencia internacional, la violencia generada por los grupos criminales y por las acciones gubernamentales para combatirlos comenzará a disminuir en siete u ocho años.
Semejante afirmación es inadmisible, porque implica pedir a la población que se resigne a padecer, durante todo ese tiempo, un ciclo de muertes y destrucción que actualmente se expresa en episodios tan atroces como el hallazgo, ayer mismo, de al menos 60 cadáveres en una fosa clandestina en San Fernando, Tamaulipas –el mismo municipio donde se encontraron 72 cuerpos de migrantes centroamericanos hace unos meses–, pero también en una creciente pérdida del control territorial por parte del Estado, en un quebranto generalizado de la legalidad y el estado de derecho por todos los bandos involucrados en la actual guerra, así como en un incremento en las presiones injerencistas del gobierno de Washington y en la claudicación a la soberanía por parte de las autoridades nacionales. La declaración de García Luna representa, de hecho, una abdicación del Estado mexicano a cumplir con su obligación irrenunciable de garantizar la paz social y la legalidad en el territorio.
Ciertamente, es tarea irrenunciable del Estado combatir a la delincuencia organizada. Pero, para ello, las autoridades deben valerse de los instrumentos legales a su disposición, y la guerra no puede ser uno de ellos, mucho menos cuando se plantea en forma tan ineficaz y contraproducente como ocurre actualmente en México. Ante el amplio reclamo ciudadano expresado ayer para que las autoridades rectifiquen y empiecen a adoptar acciones concretas para poner un alto al baño de sangre en curso, lo menos que puede esperarse es que el gobierno federal valore y atienda esas expresiones y revierta, cuanto antes, una estrategia que, como pudo verse ayer, constituye un factor de repudio nacional.
Por el contrario, si la actual administración se empecina en su fallida política de seguridad pública, además de empeorar la situación de peligro, terror y zozobra en la que viven grandes núcleos de población, se corre el riesgo de comprometer la soberanía nacional más de lo que ya lo ha hecho, de propiciar el empeoramiento de la desintegración institucional que ya se vive, de multiplicar el número de muertos y de llevar la irritación ciudadana a niveles extremos de repudio hacia las instancias gubernamentales.
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