Obama: de la esperanza al menos peor de los males
EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
Desdibujado por sus propias vacilaciones y desgastado por
cuatro años en la Casa Blanca, Barack Obama fue relecto ayer para un segundo
periodo presidencial, tras obtener la mayoría absoluta de los delegados en el
colegio electoral e imponerse en forma clara a su rival del Partido
Republicano, Mitt Romney.
Aunque el triunfo de Obama resulta impecable en la
peculiar y poco democrática lógica electoral estadunidense –en la cual los
ciudadanos votan por delegados al colegio electoral, no por candidatos
presidenciales–, es inevitable contrastar la ventaja obtenida ayer por el
político afroestadunidense con el contundente resultado que obtuvo en 2008,
cuando llegó a la Oficina Oval con el respaldo esperanzado de los sectores
mayoritarios de la sociedad y con una diferencia de más de 10 millones de votos
sobre su entonces contendiente, John McCain. Ayer, en cambio, a duras penas
logró los votos electorales necesarios para mantenerse en la Casa Blanca.
Tal diferencia no sólo lleva a recordar el carácter
antidemocrático del sistema electoral del país vecino, impresentable según los
criterios modernos, sino pone en perspectiva el desgaste que ha experimentado
la figura de Obama durante el último cuatrienio, en el cual el mandatario
perdió el halo de esperanza que lo acompañó como candidato en los comicios de
2008 y se ha convertido en un político más delestablishment; ha transitado de
sus pretensiones originarias de reformador social a ser un administrador más
del maltrecho modelo neoliberal, incapaz de meter en cintura a los intereses
especulativos que causaron el descalabro económico de 2008-2009, y se ha
desentendido de los aspectos más avanzados de su agenda de cambio –la
reorientación de las prioridades presupuestales hacia la atención de los
sectores mayoritarios; las reformas migratoria y al sistema financiero, la
ampliación del sistema público de salud, la moderación del belicismo y
colonialismo estadunidenses, entre otros aspectos–, con miras a granjearse
simpatías del electorado conservador y de los grupos de poder real en el vecino
país del norte. Así pues, el primer periodo presidencial ha representado, para
los ámbitos liberales y progresistas de la sociedad estadunidense, el inicio de
un periodo de desilusión sobre la perspectiva de que se concreten los virajes
internos que requiere ese país en todos los ámbitos.
Es difícil pensar que el segundo mandato de Obama se
acompañará de una recuperación de esa voluntad de transformación política,
económica y social de la superpotencia, toda vez que la tendencia histórica de
los presidentes estadunidenses, una vez que son relectos en el cargo, es
moderar los aspectos más radicales de sus agendas programáticas: así ocurrió
con el acomodo del gobierno de Washington a los intereses financieros y
empresariales durante el segundo gobierno de Bill Clinton, y otro tanto puede
decirse de la moderación del fundamentalismo neoliberal y del terrorismo de
Estado durante la segunda administración de George W. Bush.
Si se toma en cuenta que el propio Obama se encargó de
desdibujar su programa desde su primer periodo presidencial, y que en lo
sucesivo tendrá que hacer frente a su segunda gestión con una cámara baja
dominada por los republicanos, es previsible que el vecino país asista en los
próximos cuatro años a la disolución total de la amplia coalición informal que
llevó a Obama al poder en 2008 bajo el efecto del desaliento.
En suma, en contraste con el sentir de entusiasmo que
acompañó el arribo de Obama a la Casa Blanca hace seis años, la victoria
electoral alcanzada ayer puede explicarse más como consecuencia de un rechazo
al conservadurismo republicano que del apoyo a una propuesta demócrata vaga y
difuminada. Si el arribo de Obama a la presidencia hace cuatro años fue
resultado de un extendido sentimiento de esperanza, su permanencia en el cargo
se produce ahora en un clima de resignación.
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