De repúblicas amorosas, milpas y carnavales
Armando Bartra*
No necesitamos un Dios que nos haga llegar
sus instrucciones, hay ética porque los humanos nos reconocemos como tales. Y
si ser ético es saberse parte del género humano, el impulso fundante de la
ética es literalmente la generosidad.
Pero no hay generosidad
cuando se ofende, se humilla, se niega al otro por diferente. La crisis
mexicana de entre siglos es una crisis ética porque somos una sociedad donde se
penaliza la diferencia: porque somos una sociedad racista, sexista y clasista.
Ante los mexicanos se
abren dos caminos: o nuestras abismales carencias profundizan el encono social
–como quieren los que atizan la guerra contra los traidores a la patria– o
en la carencia florece la solidaridad y con ella la lucha por erradicar el
colonialismo interno, la inequidad de género y la explotación.
En 2012 la disyuntiva es
continuar en la República del odio gestada en los gobiernos del PRI y abismada
en los del PAN, o construir una República solidaria y fraterna, una República
amorosa. Y la disyuntiva es de naturaleza ética.
La guerra contra el narco que
emprendiera el gobierno de Calderón, y a su modo prometen continuar los
candidatos del PAN y del PRI, es muy semejante a lo que describe con ironía
Charles Dickens en El misterio de Edwin Drood: “Su filantropía
olía a pólvora (…) Había que abolir la guerra, pero declarándola antes
encarnizadamente a aquellos que la fomentaban (…) Era menester establecer la
concordia universal, pero para ello había que exterminar a cuantos no quisieran
ponerla en práctica”. A esta filantropía iracunda, Andrés Manuel López Obrador
opone la reconciliación y llama a construir una República amorosa ¿Ocurrencia
de campaña?, ¿confusión conceptual?, ¿ingenuidad política? Nada de eso.
Según Hanna Arendt, a
diferencia de los principios de la moral individual, los conceptos de perdón,
respeto, promesa y amor –empleados reiteradamente por López Obrador– corresponden
a la condición humana de la pluralidad (pues) se basan en la presencia de los
demás, de modo que se trata de principios de ética política. Si bien para la
filósofa alemana el amor pertenece a una esfera superior: “El amor no es
mundano, y por esta razón (…) no sólo es apolítico sino antipolítico, quizá la
más poderosa de las fuerzas antipolíticas humanas”. Nada nos impide apoyarnos
en la fuerza antipolítica del amor para avanzar hacia una pospolítica, hacia
una sociedad basada un el reconocimiento radical del otro como el que propicia
la pasión y eldesinterés propios del amor.
1. En el lado soleado
del espectro político hemos avanzado en reconocer las virtudes de la
pluralidad, al punto de que en vez de izquierda ahora decimos izquierdas.
También ponderamos las virtudes del diálogo intercultural que Boaventura de
Sousa Santos ha llamado hermenéutica diatópica.
Hay razón en hacer de la
interculturalidad una consigna. La historia de los sistemas imperiales –de los
que el capitalismo es epítome– es la historia de los colonialismos. Y colonizar
es estigmatizar al extraño e imponer la unanimidad de pensamiento. El humanismo
de los griegos no se extendía a los bárbaros y la democracia ateniense dejaba
fuera a los esclavos; el ecumenismo judeocristiano convive con la idea de que
hay un pueblo elegido y el resto son infieles; las revoluciones liberales
instauraron la universalidad de la ciudadanía pero por muchos años las mujeres
no votaban; para el capitalismo colonialista el trabajo libre era cosa de anglosajones
mientras que a los amarillos, negros y cobrizos había que obligarnos a laborar;
la presente cruzada del imperio contra el terrorismo sataniza al
Islam y a los pueblos árabes.
En México el
colonialismo es historia, estructura económica y sistema político. Pero también
cultura, de modo que descolonizarnos es valorar nuestra prodigiosa diversidad,
al tiempo que desmontamos el racismo, el sexismo y el clasismo que la hacen
discriminatoria.
Resumiendo: el respeto
por el otro es un imperativo ético, el reconocimiento de la pluralidad
sociocultural que conforma nuestro país, una urgencia política, y la
construcción de un marco legal que consagre jurídicamente los derechos de los
diversos grupos étnicos –originarios del continente o no– es una perentoria necesidad
institucional.
Los estados
plurinacionales de Ecuador y Bolivia son en esto ejemplo a seguir, no sólo por
naciones donde predominan los descendientes directos de los pueblos originarios
de este continente sino por todos los países socioculturalmente diversos, es
decir por todos los países. Pero en México tenemos nuestra propia tradición de
pluralidad virtuosa y diálogo intercultural. En México tenemos milpas. Más que
policultivo donde se entreveran maíz, frijol, calabaza, chile, tomatillo y
cuanto hay, la milpa es paradigma civilizatorio. Porque los imperios
precolombinos sustentados por la milpa eran despóticos y tributarios, pero
también culturalmente tolerantes; eran, como sus milpas, pluralistas. Virtud
que no tiene la cultura occidental y que, por supuesto, no tenían los
conquistadores.
Las palabras del nieto
de Netzahualcóyotl y cacique de Texcoco, Carlos Ometochtzin, objetando la
imposición por los españoles de religión, idioma, costumbres y normas morales,
son una proclama pluralista e intercultural que a casi cinco siglos de
distancia conservan su filo:
Y así tenían también
nuestros antepasados cada uno sus dioses y sus maneras de trajes y sus modos de
sacrificar y ofrecer, y aquello hemos de tener, y seguir como nuestros
antepasados (…) Mira que los frailes y los clérigos cada uno tiene su manera
(…) Así mismo era entre los que guardaban a los dioses nuestros, que los de
México tenían una manera de vestido y una manera de orar y ofrecer y ayunar, y
en otros pueblos de otra (…) Sigamos aquello que tenían y seguían nuestros
antepasados y de la manera que ellos vivieron, vivamos.
Por esas subversivas
ideas, Carlos Ometochtzin, también conocido como Chichimecatecuhtli, fue
quemado vivo el 30 de noviembre de 1539.
2. Tan urgente es
reconocer nuestra multiculturalidad como urdir un nuevo universalismo
incluyente y pluralista que no reniegue de las diferencias sino que se alimente
de ellas. Descolonizar no es balcanizar y fomentar la diversidad identitaria no
significa extremar los particularismos. Ni en México ni en el mundo es bueno
apostar por la atomización social, de modo que habrá que desguanzar la opresiva
articulación hegemónica a la vez que urdimos nuevas convergencias nacionales y
globales de los diversos. El egoísmo identitario es de derecha y encarna en los
racistas anglosajones, los suprematistas blancos, los neofascistas. El
pluralismo de los oprimidos, en cambio, es generoso: afirma nuestra pertenencia
a la muchedumbre humana bajo la forma de la diversidad solidaria, polifónica,
danzante; bajo la forma de la milpa.
Las viejas éticas
universalistas demandaban al individuo un compromiso moral con la humanidad sin
distingos sexuales, étnicos, económicos, sociales, culturales o religiosos.
Humanismos de dientes para afuera que con frecuencia solapaban órdenes
sexistas, clasistas y racistas. Y los universalismos falaces y alienantes
siguen ahí, pero va cobrando fuerza una nueva exigencia de universalidad.
Humanismo generoso al que la globalización presta sustento práctico y base
material. Hoy en verdad nada humano nos puede ser ajeno, pues cada vez más lo
que duele a uno duele a todos. Las causas que en verdad importan: paz, equidad
de género, justicia e inclusión social, libertades civiles, erradicación del
hambre, preservación del medio ambiente… son movimientos mundiales respaldados
por un activismo planetario.
México está roto,
quebrantado. Expresión mayor de la agobiante crisis es la pérdida del sentido
de pertenencia a una nación económica, social y políticamente colapsada en la
que ya no nos reconocemos. Recuperar la identidad que nos cohesionaba es asunto
de vida o muerte; no la engañosa unidad nacional en torno de la
nefanda guerra de Calderón sino la efectiva convergencia de los
mexicanos –todos– en torno de un gran proyecto de regeneración nacional.
Un proyecto que será
ético no por convocarnos a ser buenos sino por incorporar la dimensión moral en
los asuntos mundanos. Si hasta un pensador tan materialista como Carlos Marx
propugnaba por una economía sustentada en la ética y denunciaba al capital que en
su impulso ciego y desmedido derriba las barreras morales, cuantimás nosotros.
En vez de la desalmada dictadura del mercado los mexicanos necesitamos una
economía moral y solidaria; en vez de un desarrollo entendido como crecimiento
de la producción a cualquier precio, necesitamos vivir bien y promover el
florecimiento humano: un despliegue de nuestras potencialidades cuyos
indicadores son la libertad, la justicia, la dignidad, la felicidad y no los
llamados fundamentales de la economía; en vez del ogro
filantrópico del que hablaba Octavio Paz, necesitamos un Estado de puertas
abiertas comprometido con el bienestar de la población.
3. Para avanzar en la
utopía habrá que abandonar prejuicios, ideas rancias y rutinas intelectuales.
No adoptar ideologías de moda y ser políticamente correctos sino algo más
simple, infrecuente y difícil: practicar el pensamiento crítico.
Y el pensamiento crítico
empieza por casa. Sin autocrítica cuestionar al prójimo deviene soberbia
intelectual; no podemos ser intolerantes con los demás y complacientes con
nosotros mismos. Pero reconocer los errores propios no es verdadera
autocrítica: la clave de la autocrítica es el humor. Sólo la risa es en verdad
caladora, de modo que cuestionarse en serio supone tomar distancia y reírse de
uno mismo. Para salir del hoyo los mexicanos necesitamos mucha autocrítica y
mucho sentido del humor, para sobrevivir a la desgracia habremos de reír y
–liberados por la risa– emprender risueños la reconstrucción.
“La risa tiene algo de
revolucionario –escribía el ruso Alexander Herzen a mediados del siglo XIX–. En
la iglesia, en el palacio, frente al jefe nadie ríe. Sólo los iguales ríen. Si
a los inferiores se les permitiera reír frente a sus superiores, eso querría
decir que se acabó el respeto.”
Es bueno para la salud
social burlarse de los viles, de los obscenos, de los prepotentes… y también de
las lacras que compartimos justos y pecadores, que en el pantano nacional no
vuelan aves impolutas. Pero ante todo hay que caricaturizar al poder y profanar
sus símbolos, hay que desacralizar la riqueza, hay que sobajar a los alzados.
Siguiendo a Mijail
Bajtin, para quien la risa es subversiva, creo que llegó la hora de
carnavalizar la política. Es necesario poner el mundo patas arriba como lo han
hecho siempre los pueblos tradicionales antes de la Cuaresma, como lo hacían
los caricaturistas políticos que escarnecían a Porfirio Díaz, como lo hicieron
los iconoclastas neozapatistas chiapanecos en los años 90 del siglo pasado,
como lo hizo la creativa resistencia lopezobradorista al fraude electoral en
los tiempos delmegaplantón, como lo hacen hoy los ocupa y
los indignados de todo el mundo.
Frente a la barbarie
cotidiana se justifica la indignación moral. Pero igual se vale la carcajada
ética, opción que hizo de Carlos Monsiváis la conciencia crítica de México.
(Por cierto, habrá que pedirle a Francisco Toledo –no a Sebastián– que le vaya
haciendo un monumento a Carlos y a sus gatos sonrientes, a sus gatos de
Cheshire.)
La seriedad es un robo,
sostenía Monsiváis. Tenía razón. Carnavalicemos, pues, la política y hagamos de
México una República amorosa, sí, pero también una República risueña, una
República humorosa.
Sonríe, vamos a ganar,
decíamos hace seis años. Hoy, yo les diría: Rían, porque si pese a todo
somos capaces de reír, ya ganamos.
* Ponencia presentada en
la mesa Ética y pensamiento crítico, de Los grandes problemas nacionales.
Diálogos para la regeneración de México
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