Narro, Calderón: dos proyectos de nación
Adolfo Sánchez Rebolledo
La espléndida nota de Alonso Urrutia y Laura Poy sobre la reunión de Universia, publicada el pasado 31 de mayo en estas páginas, nos permite comprender mejor el sentido profundo de las diferencias que hoy por hoy subyacen en los discursos públicos referidos al presente y al futuro del país, en este caso al papel y destino de la educación. En el fondo, a pesar de ciertas unanimidades codificadas durante el largo periodo de hegemonía de la revolución neoconservadora, lo que de nuevo se discute es lo que en otras épocas llamábamos el proyecto de nación”, ahora referido a las alternativas de una sociedad diversa, plural, que quiere ser democrática, pero sigue sujeta a las líneas de fuerza provenientes de la globalización que en apariencia unifica al mundo sin liberarlo del localismo al que, paradigmática y erróneamente, suele asociarse la multiplicación de la exclusión social bajo formas inéditas de conflicto social que ya no reconoce fronteras.
Ya no se trata de reducir el problema al modo como el viejo mecanicismo pensaba el fortalecimiento del Estado nacional versus la concentración supranacional de los poderes reales, aunque para despejar equívocos, vale no olvidar que aún existen potencias con derechos nacionales intocables, mientras otra parte numerosa es obligada a comulgar con un orden mundial desigual e injusto, en el que la igualdad jurídica de los estados deviene un componente más del ideario de ficción mediante el cual la sociedad del siglo XXI se observa a sí misma. El “proyecto nacional”, pues, no remite a esencias de aroma étnico o a formaciones ensimismadas en sus peculiaridades políticas sino a la capacidad de asumir los desafíos de hoy con la perspectiva de una estrategia que, más allá del deber ser o las intenciones ideológicas sea capaz de anticipar dónde y cómo concentrar los esfuerzos requeridos para avanzar en el sentido del desarrollo social. No se trata de la claudicación absoluta del Estado para convertirse en simple agencia del nuevo poder trasnacional, sino de “apropiarse” de la globalización, como dice Rolando Cordera, para nacionalizarla y hacerla eficaz. La interdependencia es una realidad que, sin embargo, no debería confundir las que son las grandes abstracciones de la teoría con las sociedades reales, concretas, marcadas por su historia y, en cierta forma, sobredeterminadas por su cultura nacional, la cual, es obvio, no es una entelequia sino la expresión de esa necesidad de ser y estar en el mundo, sin temor al diálogo o la confrontación que hace posible y da sentido a eso que llamamos civilización.
Hasta ahora las grandes líneas del debate (si en esa categoría pudieran inscribirse las respuestas oficiales ante las críticas al “modelo” vigente) suelen detenerse a las puertas de la economía. Se habla de competencia, productividad, en fin, el léxico que al añadirse al lenguaje corriente sólo ha terminado por empobrecerlo con su inefable reduccionismo, pero poco se menciona el papel que juegan, digamos, la cultura y el arte, por no hablar de la educación, que siempre es vista como una variable económica y no como la gran palanca civilizatoria que condiciona y determina las demás posibilidades del desarrollo. Ante el culto a globalización, cabe recordar, así sea de pasada, que no es en la internalización mercantil de la educación, el mercado puro, donde ésta se transforma en el factor imprescindible para lograr mayor equidad, sino en la capacidad de nuestros sistemas de enseñanza para incorporarse a la innovación de calidad sin perder objetivos propios, rumbo.
Es en ese sentido, justamente, que merecen subrayarse las palabras del rector de la UNAM, José Narro, cuando ante el Presidente de la República y un auditorio extraordinario donde se hallaban un millar de representantes de alto nivel de instituciones educativas, privadas o gubernamentales, autónomas o civiles, señaló (y cito a La Jornada) que la solución de los problemas sociales y económicos pasa necesariamente por la educación, la ciencia, el arte y la cultura, pues “sin ciencia y educación simplemente no hay desarrollo; sin arte y cultura, se pierde el sentido humano”. Al mismo tiempo, en palabras que para algunos sonaron fuertes y duras, el rector Narro cuestionó el modelo de desarrollo económico cuya meta es “acumular bienes y capital. Al hacerlo sin límite ni decoro, sin freno en la manera y sin medir las consecuencias de conseguirlo, se le ha condenado al fracaso más estrepitoso, al tiempo que ha generado numerosas crisis”. La defensa de la universidad pública latinoamericana es, pues, el corolario de una postura de principios que apunta, ciertamente, a rebatir las ideas dominantes en términos de lo que son, o deberían ser, las grandes prioridades nacionales o, dicho de otro modo, nuestro “proyecto de país”, visto en una perspectiva regional multiabarcante. Narro no se guardó las críticas a los paradigmas que, pese a la crisis, se presentan como verdades inamovibles y, en cierta forma, los hizo responsables del “incremento del desempleo o la aparición de las lacras de una modernidad mal entendida: la desesperanza, la violencia, la inseguridad; el cambio climático y las crisis ecológicas; el narcotráfico y las adicciones, o nuevas formas de desajuste y de patología mental”.
Quizá incómodo por el discurso del rector Narro, el presidente Calderón asumió la responsabilidad del Estado en materia educativa, pero significativamente subrayó el papel de la iniciativa privada para satisfacer una demanda que presenta enormes rezagos, particularmente en los países en desarrollo. Y luego hizo la defensa de su política educativa al mencionar que el presupuesto de las universidades se habría incrementado “en 40 por ciento” y mencionó que “en este sexenio se han construido 75 nuevas instituciones de educación superior y se han ampliado 33 campus.”
No es un secreto que entre el grupo dirigente panista (y sus aliados intelectuales y empresariales) la UNAM es vista con una mezcla de temor y desprecio, de falsa admiración que no se compadece con la importancia crucial de la institución. Resulta que luego del discurso del rector Narro, el senador Madero deslizó –por boca de ganso– lo que su jefe partidario no se atrevió a insinuar: que la UNAM maneja 50 por ciento de los recursos entregados a universidades públicas, por lo cual “es tan importante tener una buena utilización de los recursos que es de todos los mexicanos” (sic) (El Universal). Habló de entregar cuentas claras, y en el discurso sibilino de quien tira la piedra pero esconde la mano, repitió las pequeñeces adosadas a la mentiras de la inveterable derecha, incapaz de elevar el nivel y el tono de la discusión nacional. En esas estamos.
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