Desfiladero
Mi reino no es de este rumbo
Jaime Avilés
En el territorio que nos legó Carlos Monsiváis, cuyas fronteras están delimitadas por sus numerosos libros, también conviven, por desgracia todavía sin una dirección colectiva, los grandes y pequeños movimientos sociales que van a transformar a MéxicoFoto Cristina Rodríguez
Monsiváis es un apellido catalán y al mismo tiempo un paisaje: montes y valles. Un paisaje que se extiende hacia todas las direcciones, que marca la rosa de los vientos y que abarca por ello un inmenso territorio. Un territorio donde conviven –y no precisamente en paz– todas las mujeres y todos los hombres que son víctimas de alguna forma de exclusión por su condición minoritaria, en un mundo en el que todas y todos somos parte no de una sino de múltiples minorías.
Minoritarios por nuestras filias y fobias ante los alimentos, por nuestro origen, por nuestra lengua, por nuestra posición económica dentro de una clase social; minoritarios por nuestras creencias o indiferencias religiosas, por nuestras inclinaciones filosóficas, por nuestras preferencias sexuales, políticas y deportivas; minoritarios, en fin, por todas las razones que de manera contradictoria y simultánea nos permiten a la vez ser integrantes de las grandes mayorías que excluyen y aplastan.
Desde el territorio ético, estético y moral que fundó Carlos Monsiváis, millones de hombres y mujeres hemos observado por décadas la grandeza y la desgracia cotidiana de un incierto país llamado México, y nos hemos reconocido por el uso compartido de herramientas que reivindican nuestros derechos minoritarios, excitan la inteligencia colectiva y mitigan el dolor personal; a saber: el ingenio, la parodia, la memoria, la crítica y la perspectiva, que sin embargo de nada nos habrían servido si no las hubiésemos empleado como resortes para pasar de la palabra a la obra, del pensamiento a la acción.
Si algo nos identifica y nos permite reconocernos a quienes somos conscientes de que habitamos por voluntad propia el territorio de Monsiváis, esto sin duda es el humor. Heredero de las sátiras liberales del siglo XIX, de los panfletos burlescos y agitadores de Posadas a principios del XX, del teatro de carpa que a finales de los 40 denunciaba a Miguel Alemán y sus 40 ladrones, el humor político de izquierda, perseguido y condenado a través de los siglos por la Iglesia, en los primeros años 50 fue secuestrado por la televisión: la santa alianza que desde Chapultepec 18, durante más de medio siglo, ha venido indicándonos, con risas grabadas, cuándo debemos celebrar sus “chistes”.
En los dulces años de la represión diazordacista (dulces comparados con el horror de hoy), a pesar de la censura religiosa y electrónica, el humor político de izquierda volvió por sus fueros en las mantas y las pintas del movimiento estudiantil del 68 y se instaló en las páginas de la prensa verdaderamente crítica (y por eso minoritaria) hasta nuestros días. Si en la cultura anglosajona Woody Allen es la síntesis del humor de Chaplin y los hermanos Marx, en México el humor de Monsiváis es la síntesis de Woody Allen y la familia Burrón.
La ahora reverenciada “irreverencia” de Monsiváis, sus felices juegos de palabras (“mi reino no es de este rumbo”), su ejercicio contenido y elegante, pero siempre feroz, de la burla; el éxito transexenal de Por mi madre, bohemios –incomprensible fuera de México, como bien apuntó Hermann Bellinghausen–, fueron todos estos años reflejos y espejos del estado de ánimo y de la madurez política de nuestra sociedad, pero también garantía de su permanencia en la vida (y en la vía) pública.
En las dictaduras fascistas (como las de Hitler, Stalin y Franco), así como en los colegios de curas y monjas, el humor siempre fue un alivio del que sólo se disfrutaba en secreto (como la masturbación). En las democracias se convirtió en un derecho social. Y en los pasajes de tránsito de una dictadura a una democracia, en los llamado periodos de “destape”, el humor y la libertad sexual siempre se han soltado el chongo hasta que el exceso de excesos devuelve la calma y construye una nueva “normalidad”.
En México, mientras el país está en obvia transición de una dictadura mediática de extrema derecha a una dictadura netamente fascista, el Canal 11 de la televisión calderónica ha iniciado un falso proceso de “destape” y ahora, como en la España de 1980 o la Argentina de 1990, produce y transmite programas de tema sexual, en los que bellas y jóvenes actricitas (véase Bienes raíces, serie estrenada el 15/01/10) cuchichean acerca de cómo “hacerle más rico al glande” (sic), en el colmo de la simulación “democrática”, porque a la vez que el comediógrafo Fernando Sariñana hace “una televisión más atrevida”, la guerra civil provocada por la oligarquía mexicana se intensifica y el régimen se colapsa en medio de un baño de sangre insoportable.
Con fervientes deseos de equivocarse, Fidel Castro comenta el desarrollo del torneo deportivo que se celebra en Sudáfrica y asegura que mientras la competencia entra en su etapa más emocionante y captura la atención de miles de millones de personas en el mundo, barcos artillados de Estados Unidos e Israel navegan hacia Irán para imponerle una nueva guerra, que a su vez, calcula, podría desatar otra entre Corea del Norte y Corea del Sur.
Mientras esos buques avanzan rumbo a la antigua Persia, en México los tres grandes partidos de la derecha –PAN, PRI y PRD– compiten bajo cuerda por ver cuál cometerá el mayor número de trampas en los 12 estados donde habrá elecciones de gobernador dentro de ocho días. Al final del cochinero, Felipe Calderón y Margarita Zavala y sus hermanos lamentarán el haberse peleado tan horriblemente con Maca, la presidenta del tribunal electoral federal, María del Carmen Alanís, que en todos los casos en que Manlio Fabio Beltrones se lo pida actuará en favor del PRI. Y si no –como dicen los columnistas que se las dan de muy salsas, y los bebedores de refrescos sin hielo–, “al tiempo”.
Hace tres días, en la capital del estado de Jalisco, Andrés Manuel López Obrador presentó su nuevo libro, La mafia que se adueñó de México... y el 2012, y consiguió algo que no lograron en su momento, cuando eran candidatos presidenciales, ni Diego Fernández de Cevallos, ni Vicente Fox, ni Cuauhtémoc Cárdenas: llenar el auditorio Salvador Allende de la Universidad de Guadalajara. El máximo dirigente opositor del país no sólo reunió allí a una multitud de estudiantes y profesores, que atiborró butacas, pasillos y escaleras, sino que fue escuchado por altoparlantes desde un salón contiguo.
En el territorio que nos legó Carlos Monsiváis, y cuyas fronteras están delimitadas por sus numerosos libros –el antepenúltimo de los cuales, por cierto, lleva por título Los mil y un velorios–, también conviven, por desgracia todavía sin una dirección colectiva, los grandes y pequeños movimientos sociales que van a transformar a México, entre ellos el de los mineros en pie de lucha, el de los electricistas que todavía tienen por delante el reto de organizar la huelga de pagos a la Comisión Federal de Electricidad, el de los que claman justicia para los niños quemados en la guardería ABC de Hermosillo y, por supuesto, el de los campesinos de Atenco, sentenciados a 112 años de cárcel, que a partir del próximo miércoles podrían quedar libres o resignarse a permanecer presos hasta que el pueblo derrumbe los muros de sus celdas, todo lo cual dependerá de lo que decidan los ministros de la Suprema Corte, que han hecho del máximo tribunal de México el basurero moral de la nación.
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