Guerra antidrogas: ¿fracaso o mascarada?
EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
En momentos en los que crece, en sectores
amplios de la opinión pública internacional, un consenso sobre el fracaso de la
llamada guerra contra las drogas declarada por Estados Unidos en 1971 –en el
gobierno de Richard Nixon, con la promesa de obtener un mundo libre de
adicciones–, resultan significativas, esclarecedoras y preocupantes las
palabras formuladas ayer por el lingüista estadunidense Noam Chomsky, en el
contexto del aniversario de la publicación NACLA (Congreso
Norteamericano para América Latina).
En opinión del
catedrático del Instituto Tecnológico de Massachusetts, la estrategia actual
contra la producción, comercialización y consumo de narcóticos no ha fracasado,
sino que tiene un propósito diferente al anunciado; lo procedente, por
ello, es cuestionar las intenciones reales de las elites políticas y
económicas que han impulsado las actuales operaciones antinarcóticos. A renglón
seguido, Chomsky citó ejemplos de naciones en las que, con el supuesto fin de
emprender la guerra contra las drogas, se ha podido controlar y anular esfuerzos
económicos autónomos de diversas comunidades en beneficio de intereses
poderosos.
Las observaciones de
Chomsky y la necesidad de cuestionarse por los propósitos reales –en oposición
a los declarados– de la actual política de combate al narcotráfico encuentran
sustento en varios elementos de la realidad contemporánea. Por un lado, como
recordó el lingüista estadunidense, la presente estrategia ha permitido que
Washington, con la connivencia de las autoridades locales, traslade su cruzada
contra las drogas a otros territorios nacionales: así, mientras el tráfico, la
distribución y el consumo de narcóticos ilícitos se desarrollan con normalidad
y paz en las ciudades estadunidenses, en países como el nuestro se padece un
desbarajuste social por el accionar criminal de los cárteles de
la droga, no sólo por sus acciones violentas, sino también por su capacidad de
penetración en dependencias públicas, empresas privadas y toda suerte de
actividades. A ello debe añadirse el hecho de que, al amparo de la política
antidrogas vigente, Estados Unidos se ha proveído de instrumentos de injerencia
y hasta de presencia policial y militar a través de acuerdos de cooperación
como la Iniciativa Mérida y el Plan Colombia.
Un tercer elemento de
sustento a lo expuesto por Chomsky es el hecho de que la actual estrategia
genera grandes oportunidades de negocio: desde la disponibilidad de mano de
obra barata para las prisiones particulares como consecuencia de la
criminalización y encarcelamiento de un sector de la población pobre en Estados
Unidos –particularmente afroestadunidenses y latinos–, hasta la inyección, por
parte de los cárteles de la droga, de miles de millones de
dólares al sistema financiero mundial, pasando por los márgenes de ganancia
obtenidos por la industria armamentista de ese país a costa de tragedias
sociales y humanas como la que se desarrolla en México.
En suma, hay elementos
de juicio suficientes para sospechar que el descontrol territorial, el
empobrecimiento social, el deterioro institucional, la violencia y la
abdicación de soberanías que derivan de la actual política antidrogas en países
como el nuestro no son precisamente indicadores de su fracaso, sino
consecuencias calculadas y hasta deseadas por quienes impulsan su adopción a
escala planetaria. Lo procedente, ante la duda, es que las autoridades
nacionales moderen sus vínculos con Washington en materia de combate a las
drogas, revisen sus estrategias y cancelen, de ese modo, un factor de riesgo
para sus soberanías y sus poblaciones.
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