Cadereyta: nueva masacre
EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
El hallazgo de 49 torsos humanos en el
municipio neoleonés de Cadereyta, ocurrido la madrugada de ayer, marca una
nueva sima en la espiral descendente hacia la barbarie por la que se ha llevado
al país y exhibe en forma descarnada la descomposición social e institucional
en curso, la disolución del estado de derecho y las consecuencias, en cinco años
y medio, de la estrategia de seguridad y de combate a la delincuencia impuesta
en diciembre de 2006.
Las huellas de ésta, que
es sólo la más reciente masacre en una secuencia de violencia y crueldad
crecientes, obliga, por añadidura, a situar el descontrol y las pugnas
sangrientas que tienen lugar en el territorio nacional como problema acuciante
al que debe hacerse frente de manera inmediata y perentoria, y que tendría que
ocupar un sitio central en el debate político en curso, en el contexto de las campañas
para la elección presidencial de julio próximo. Más aún: ante hechos como el
referido, la estrategia de seguridad pública actual no sólo resulta
insostenible como propuesta de un próximo gobierno, sino como práctica de la
administración que termina. Sería inaceptable resignarse ante la barbarie y el
baño de sangre como perspectiva invariable de aquí al final del gobierno que
encabeza Felipe Calderón.
Por otra parte, en el
curso de ese gobierno los homicidios y las muestras de impunidad y poderío de
la delincuencia organizada han ido al alza, inexorablemente, año tras año. A
contrapelo de las proclamas triunfalistas –tan regulares como sus desmentidos a
cargo de la realidad–, el país es hoy mucho más inseguro que a fines de 2006, y
los grupos criminales poseen una capacidad de acción mayor que entonces, como
prueba el mensaje macabro desplegado hace unas horas por uno de ellos en el
kilómetro 47 de la carretera que une a Monterrey y Reynosa.
Significativamente, a
fines de julio de 2009 el entonces cónsul de Estados Unidos en Monterrey, Bruce
Williamson, señalaba, en un informe al Departamento de Estado –divulgado en
febrero del año pasado por este diario, como parte del trabajo informativo con
los cables diplomáticos de Wikileaks– que Nuevo León era “territoriozeta” y
que en esa entidad la lucha de las fuerzas públicas contra el narcotráfico no
estaba dando resultado. A casi tres años de formulada, esa estimación resulta
trágicamente cierta, y en ese lapso muchas vidas adicionales se han perdido
debido, en parte, a la incapacidad gubernamental para la autocrítica.
En estas circunstancias,
resulta difícil no evocar el razonamiento de Noam Chomsky –del que se da cuenta
en la edición de ayer de La Jornada– de que en los fracasos de
la guerra contra las drogas parece haber un componente intencional de
sus promotores: el gobierno de Washington y las autoridades de los países
involucrados en esa guerra, el nuestro entre ellos. Como señaló el pensador
estadunidense, uno tiene que preguntarse qué está en la mente de los
planeadores ante tanta evidencia de que no funciona lo que dicen que están
intentando lograr.
Es claro, en lo
inmediato, que desactivar la violencia y la inseguridaad crecientes deben ser
tareas de la sociedad y de las fuerzas políticas, y que no puede esperarse a
que se produzcan otras 50 o 60 mil muertes antes de tomar cartas en el asunto.
Aunque a veces pareciera, por el discurso oficial y por los hechos, que la
continuación del baño de sangre es precisamente lo que tienen en mente los
estrategas del actual gobierno.
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