Violencia: retrocesos inadmisibles
En carta dirigida al titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, Amnistía Internacional exigió al gobierno mexicano iniciar de inmediato una investigación civil sobre el paradero de al menos seis personas privadas de su libertad –según testimonios– entre el primero y el 5 de junio por presuntos elementos de la Secretaría de Marina en Nuevo Laredo, Tamaulipas.
El hecho denunciado por el organismo internacional permite constatar la instalación del país en escenarios de violencia que incorporan, como prácticas recurrentes, las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales. El segundo de estos elementos se ejemplifica con la denuncia, presentada anteayer ante la Procuraduría General de Justicia de Veracruz, por el asesinato del mecánico Joaquín Figueroa Vásquez y el laboratorista Tito Landa Argüelles, abatidos por elementos de la Secretaría de Seguridad Pública estatal el pasado 17 de junio y señalados como integrantes de la delincuencia organizada por el gobernador de esa entidad, Javier Duarte. Otro caso paradigmático del quebranto del estado de derecho por parte de quienes debieran resguardarlo es el homicidio, ocurrido en marzo del año pasado, del presunto narcomenudista José Humberto Márquez Compeán, quien tras haber sido detenido por la policía municipal y transportado por efectivos de la Armada en Santa Catarina, Nuevo León, apareció muerto en un lote baldío con visibles signos de tortura.
Ante la creciente evidencia de crímenes como los referidos –que se suman a la cuota diaria de ejecuciones y levantones asociados al narcotráfico–, el discurso oficial se presenta cada vez más ajeno a la realidad y más extraviado en sus propios laberintos: el pasado lunes el presidente Felipe Calderón ofreció atender a las víctimas de la violencia con mayor sensibilidad y eficacia, ofrecimiento que contrasta con una realidad en la que funcionarios del propio gobierno se ven involucrados en episodios de asesinato, tortura y desaparición de personas. Más que de sensibilidad, la gran carencia de las autoridades es la capacidad o la voluntad de apegarse a los derechos humanos y, cuando son quebrantados por servidores públicos, de hacer justicia y combatir la impunidad que suele cubrir a quienes, desde el poder, cometen tropelías contra la población.
Hace más de cuatro años, cuando la actual administración emprendió espectaculares operativos y desplazamientos de soldados y policías por todo el territorio nacional con el supuesto propósito de restablecer el estado de derecho en las regiones controladas por la criminalidad, diversas voces de la sociedad organizada, la clase política y la academia señalaron que combatir a la delincuencia mediante la violencia oficial y la militarización de la vida pública no sólo no garantizaba el éxito, sino que alentaba peligrosamente la configuración de circunstancias de pesadilla como las que hoy transita el país.
A la luz de los elementos de juicio mencionados, es meridianamente claro que uno de los saldos nefastos de la actual estrategia de seguridad pública –además de los más de 40 mil muertos y de una creciente descomposición institucional– ha sido colocación al país en la antesala de escenarios de guerra sucia similares a los que se vivieron durante las dictaduras militares en Centro y Sudamérica, o bien en México, durante las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo, y la consecuente apertura de márgenes de maniobra para el exterminio de opositores políticos y sociales con el pretexto de combatir a la delincuencia.
En esa circunstancia, no resulta descabellado preguntarse si será cuestión de tiempo para que los integrantes de los partidos formales de oposición en el país, quienes ya han enfrentado acusaciones penales torcidas por los cálculos políticos y electorales del gobierno federal, comiencen a ser víctimas de una violencia de Estado como la que sistemáticamente se ceba sobre activistas, luchadores sociales, integrantes de comunidades indígenas, defensores de derechos humanos y ambientalistas, la cual ha sido un hilo de continuidad entre las administraciones priístas y panistas y cuya persistencia pone en entredicho el pretendido avance democrático de la nación.
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