lunes, febrero 08, 2010

Julio Glockner : OPINIÓN Pensando en Haití



OPINIÓN
Pensando en Haití

Julio Glockner


Un aspecto cultural sumamente importante en la vida de los haitianos, y que no se ha considerado hasta ahora en la información que sobre esa nación ha circulado a raíz de la catástrofe sufrida, es el complejo sistema religioso de origen africano que predomina en ese país desde sus inicios y que ha sido un ingrediente fundamental a lo largo de su historia: el vudú.


En la lengua fon que se habla en el Golfo de Benín, que comprende las costas de Ghana, Togo, Benín y Nigeria, en África Occidental, el término vudú se refiere a un poder sobrenatural, invisible y misterioso que sin embargo es capaz de intervenir en los asuntos humanos. En esa costa, habitada por los pueblos fon, yoruba y ewe, se embarcaron millones de hombres mujeres y niños vendidos como esclavos y transportados a las Antillas y el continente Americano durante al menos 200 años para ser empleados en las plantaciones, minas y otras labores con jornadas extenuantes de trabajo. Un humanista como fray Bartolomé de las Casas fue quien sugirió a la Corona Española traer negros esclavizados de África ante la terrible mortandad, por epidemias y malos tratos, de los indios arahuacos y taínos, habitantes originales de las islas. Así fue como, padeciendo la explotación más despiadadas y el racismo más lacerante, la población negra comenzó a organizar en la isla La Española, durante la segunda mitad del siglo XVII, el culto ancestral a los espíritus que pueblan el mundo para obtener su auxilio, su protección y sus consejos y enfrentar de mejor manera sus difíciles condiciones de existencia.


Al desembarcar en el nuevo continente los esclavos debían olvidar su pasado: no eran personas, sino instrumentos vivos que recibían un nuevo nombre al cual debían responder con absoluta obediencia y sumisión al ser interpelados por sus amos blancos, primero españoles y más tarde franceses. La iglesia católica, del brazo de los poderosos, cumplía vergonzosamente con la triste misión de bautizar a las decenas de miles de esclavos que en número creciente llegaban al archipiélago antillano. El bautismo con el que supuestamente debían ser recibidos aquellos desdichados en la comunidad cristiana, como hombres dignos y con iguales derechos, sólo sirvió para avalar el régimen esclavista impuesto por los colonizadores blancos.


En 1685 Luis XIV promulgó el Código Negro, que en sus artículos 2 y 3 establecía: “Todos los esclavos que se encuentren en nuestras islas serán bautizados e instruidos en la religión católica, apostólica y romana; Prohibimos todo ejercicio público de otra religión que no sea la católica”. Es decir, el catolicismo legitimaba la esclavitud y se ponía en guardia contra el sistema religioso de la población esclava que ya comenzaba a preocupar seriamente a las buenas conciencias cristianas enriquecidas con el trabajo de los negros. El código reglamentaba la vida social, familiar e individual de los esclavos sin contemplar siquiera la más mínima disminución de los malos tratos sufridos por ellos.


En este ambiente de opresión e imposición del cristianismo comenzó a prosperar el culto vudú como un factor de identidad que idealizaba el pasado tribal ante un presente de sufrimientos y humillaciones y ante la perspectiva de un mejor futuro por conquistar. Gradualmente los rituales del vudú generaron confianza entre sus practicantes y un sentimiento de unidad que se expresaba con una fuerza cada vez mayor en las ceremonias realizadas en las montañas, entre los cimarrones que habían huido de las plantaciones en busca de una mejor vida. Pero también se practicaban de manera clandestina o disimulada en las poblaciones y utilizando las imágenes del santoral católico como representaciones de las fuerzas naturales y seres espirituales del vudú. Como ocurrió en Cuba con la santería, en Brasil con el candomblé, en Jamaica con el obeayisne, en Trinidad con el culto a Shangó; poco a poco en lo que hoy es Haití se fueron creando significativas analogías simbólico–religiosas entre la virgen María y Erzulie, deidad marina del amor, elegante y sensual; San Patricio, expulsando a las serpientes de Irlanda con Dambala y Ayida Wedo, deidades de la fertilidad simbolizadas por un par de ondulantes víboras; san Juan Bautista con Changó, espíritu del rayo y el fuego que procura la suerte de los devotos; los gemelos Marassa, propiciadores de la lluvia y sanadores de los enfermos; con San Cosme y San Damián; San Isidro, patrón de la agricultura, con Primo Azaka; Ogu Batala, deidad del fuego y la guerra, con Santiago Matamoros...


Por los estudios de Alfred Metraux1 sabemos que los espíritus con aspecto humano, animal o meteorológico son llamados loa, y que la esencia del ritual vudú consiste en entrar en contacto con ellos para solicitar sus favores, individuales o colectivos, desvanecer peligros, obtener su protección o combatir algún adversario. La relación con los loa se puede iniciar en sueños o a partir del padecimiento de alguna enfermedad, cuando el elegido recibe mensajes verbales o mediante imágenes para que establezca un contacto más frecuente con los espíritus, quienes demandan ofrendas y atenciones rituales en altares familiares y comunales. Una vez iniciados en el culto los practicantes pueden alcanzar el trance de posesión, es decir, alojar en su persona al espíritu protector o cualquier otro que se invoque o se presente durante una ceremonia. La posesión ocurre cuando el espíritu del individuo abandona su cuerpo para permitir la llegada de loa. Esto sucede en circunstancias rituales de gran emotividad en las que se sacrifican aves, chivos, cerdos o reses, se canta, se danza incansablemente al ritmo de los tambores mientras se fuma tabaco. La llegada de los espíritus se advierte cuando el practicante entra en un estado en que su Yo y su cuerpo están disociados y sus movimientos ya no responden a sí mismo, sino al espíritu que ha llegado. El tipo de gesticulaciones, movimientos y palabras que a partir de ese momento se manifiesten serán interpretados como el mensaje que el loa identificado deja a los asistentes como respuesta a la consulta que se le ha hecho. Se dice que los espíritus “cabalgan” sobre el cuerpo del poseso. Después de la ceremonia los participantes que han recibido a los espíritus no recuerdan lo acontecido y deben ser informados por los demás asistentes, pero sobre todo por el sacerdote que conduce el ritual de lo que ha ocurrido.


Desde luego que la iglesia católica condenó estos ritos –como lo hizo en todo el continente Americano– viendo en ellos la presencia del diablo. Lo hizo desde el inicio de la colonización y cada vez con mayor fuerza a medida que presenciaba la incontrolable expansión de un culto que ponía en peligro no sólo la integridad de sus creencias, sino los intereses de los sectores esclavistas a los que estaba aliada. De modo que desde el pulpito y mediante ordenanzas y fallos se condena al vudú como idolatría satánica y superstición malévola, volviéndolo objeto de una prohibición constante y castigando su práctica con multas, sanciones y castigos corporales, según al gravedad del caso. En las primeras décadas del siglo XVIII un tal padre Labat, confiesa haber golpeado hasta la muerte a esclavos que practicaban estos cultos africanos y a quienes consideraba “brujos”.


Sin embargo, el culto vudú se extendió por todo el país por una sencilla razón: en él encontraban los practicantes la restitución de una dignidad perdida con la esclavitud y que el cristianismo no les había otorgado. Cientos de miles de esclavos sometidos al látigo, humillados día a día en su persona y en la de sus seres queridos, hombres y mujeres permanentemente negados en todos los sentidos, encontraban en el trance de posesión una redención de sí mismos desde el momento en que su cuerpo podía ser habitado por espíritus de la naturaleza como el rayo, el viento, la lluvia, el mar, el bosque; podía alojar a seres de una dignidad celestial como la virgen María, San José o Santiago Caballero, e identificarse con ellos al grado de que estas deidades se manifestaban a través de ellos, valiéndose de su cuerpo y su voz, en una comunión que rebasaba con mucho la fría formalidad de la eucaristía cristiana practicada en los templos de los esclavistas.

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