EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
Telecomunicaciones: decisión contaminada
Telecomunicaciones: decisión contaminada
La negativa de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) a la petición de Teléfonos de México (Telmex) para modificar su título de concesión, a fin de poder ofrecer el servicio de televisión restringida, atiza el conflicto empresarial que se desarrolla actualmente en el ámbito de las telecomunicaciones entre las empresas de Carlos Slim y el duopolio televisivo, al tiempo que empeora la imagen y credibilidad de las autoridades en la materia.
A decir de la dependencia encabezada por Dionisio Pérez-Jácome, la decisión comentada obedece a que Telmex no ha cumplido con las obligaciones de su título de concesión establecidas en el acuerdo de convergencia de 2006 –concretamente “la entrega de información suficiente a la autoridad y la provisión de calidad para lograr una eficiente interconexión a terceros”–, afirmación que es rechazada por la compañía y que contraviene la afirmativa ficta emitida por la Comisión Federal de Telecomunicaciones al respecto en 2008.
Con independencia de ello, el propio gobierno federal se encargó de enrarecer el contexto de la decisión adoptada por la SCT: cabe recordar que, durante su reciente visita a Nueva York, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, sostuvo que las regulaciones en materia de competencia en las telecomunicaciones deben estar orientadas a frenar las “prácticas monopólicas”, y aludió directamente a las empresas propiedad de Carlos Slim. Como se mencionó en su momento en este espacio, tales declaraciones resultaban de suyo improcedentes, por cuanto ratificaban un manejo oficial faccioso y parcial de las autoridades en el ámbito de las telecomunicaciones –pues el declarante omitió lanzar advertencias similares al duopolio que controla las concesiones sobre frecuencias televisivas– y acentuaban la confrontación que se desarrolla actualmente en ese sector, cuando la actitud deseable de un gobierno ante conflictos de ese tipo es desempeñarse como regulador imparcial y como factor de distensión. Ahora, por añadidura, resulta inevitable desvincular los dichos presidenciales de la decisión adoptada por la SCT ante la solicitud de Telmex: ello desacredita la versión de que dicha determinación obedeció a criterios estrictamente técnicos y legales; siembra, en cambio, la percepción generalizada de que se obedeció a una razón política, y pone de nuevo en evidencia el doble rasero de la autoridad en su relación con los consorcios de las telecomunicaciones, en detrimento de la real competitividad en el sector.
La perspectiva resulta lamentable, porque el calderonismo podría ahorrarse cuestionamientos y suspicacias generados por su propio comportamiento si promoviera medidas de efectiva apertura en el terreno de las telecomunicaciones –así fuera por elemental congruencia con la lógica del “libre mercado” que pregona–; si trabajara para resolver el diferendo actual entre empresas televisivas y telefónicas de manera satisfactoria para los involucrados, pero sobre todo para la sociedad, y si impulsara en forma decidida el ingreso de nuevos competidores a las distintas ramas de ese mercado.
En cambio, la persistencia en el control de ese terreno por expresiones monopólicas, sean duopolios o empresas dominantes, exhibe la falta de voluntad política y el retroceso de las autoridades mexicanas frente a los poderes fácticos; alimenta, en el caso concreto de esta decisión, las suspicacias sobre un pago de facturas al respaldo televisivo brindado hace cuatro años a la candidatura del actual jefe del Ejecutivo, y acentúa, de esa manera, el déficit de legitimidad que la presente administración arrastra desde su origen.
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