EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
La administración federal no es México
Durante un desayuno ofrecido en la residencia oficial de Los Pinos a los promotores de Iniciativa México, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, fustigó a quienes, mediante señalamientos críticos, persiguen la demolición del ánimo nacional”, y lamentó que, mientras “en el mundo hay cosas que se reconocen de México, nosotros encontramos la manera de que se vea mal y que se arruine”.
Los señalamientos referidos resultan desmesurados y preocupantes, pues muestran la persistencia de una confusión presidencial entre lo que es el país y los alcances de la actual administración: mientras el primero tiene innumerables aspectos admirables, defendibles y entrañables, incluso en medio de la catastrófica circunstancia en que ha sido colocado, la segunda se enfila a su tramo final en medio de un saldo desastroso en los distintos ámbitos de su quehacer: el económico, el político, el social, el educativo, el de la salud y el de la seguridad pública. La perspectiva inocultable de esa confusión es un intento por descalificar posturas que contravengan la visión distorsionada y autocomplaciente del discurso oficial. Así, la mención del carácter contraproducente y peligroso de la actual estrategia de combate a la delincuencia; el señalamiento de los vicios y los errores de las instancias encargadas de la seguridad pública y la procuración de justicia; la insistencia en el riesgo de estallidos sociales generados por un manejo económico lesivo para la mayoría de la población; la crítica por la falta de respeto a los derechos humanos, y los señalamientos por la corrupción monumental e inveterada constituirían, en la lógica del discurso pronunciado ayer por Calderón Hinojosa, un empeño por “demoler el ánimo nacional” y por “hacer ver mal” al país.
Por lo demás, y habida cuenta de la coyuntura en que se formulan, resulta inevitable interpretar la alocución presidencial como una defensa velada del titular de Seguridad Pública (SSP) federal, Genaro García Luna, y como una respuesta a las críticas formuladas, desde distintos sectores de la sociedad y la clase política, contra ese funcionario.
La principal fuente de esos señalamientos es, justamente, la crisis de seguridad pública que recorre el país como consecuencia de las acciones de los grupos criminales y de la fallida estrategia gubernamental para combatirlos, pero a ello ha de sumarse la responsabilidad del funcionario en acciones por lo menos cuestionables desde el punto de vista legal, como el ofrecimiento al gobierno de Estados Unidos de “libre acceso a nuestra información de inteligencia en seguridad pública” –así se consagra en los cables de Wikileaks reseñados por La Jornada en su edición del pasado miércoles–, y su responsabilidad por indiscutibles violaciones al marco constitucional vigente: no otra cosa es la recepción, por parte del titular de la SSP, de una medalla otorgada por la Policía Nacional de Colombia, sin el permiso correspondiente del Congreso, como lo establece el artículo 37 de la Constitución.
La actitud descrita da cuenta, en suma, de la brecha existente entre discurso y praxis gubernamentales, y pone en entredicho el pretendido afán legalista de la administración en turno: por absurdas o anacrónicas que puedan parecer, a los ojos convenencieros de algunos, las estipulaciones legales vigentes, la autoridad tiene la obligación de cumplirlas y hacerlas cumplir.
En cambio, la asistencia de García Luna al país andino y la defensa tangencial formulada al respecto por el jefe del Ejecutivo representan un intento improcedente de la actual administración por ubicarse por encima de la ley, y la colocan ante una disyuntiva ineludible: o es consecuente con la cultura de la legalidad que pregona, o se revela como un infractor de ella, comprometido a cumplir y hacer cumplir la Constitución y las normativas vigentes sólo cuando así conviene a sus intereses.
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