Modelo, violencia y bienestar
Luis Linares Zapata
Luis Linares Zapata
Una parte sustantiva de la sociedad mexicana ha dado muestra activa de un ácido malestar que la atosiga. Y ha sido mostrado por parte del segmento más consciente de ella. Numeroso conjunto que, además, ha logrado conquistar aceptables grados de desenvolvimiento personal y familiar. El descontento llevado a las calles es digno de consideración por todos y cada uno de los actores que ocupan posiciones de mando, riqueza, difusión o influencia. Trátese de partidos políticos, gobiernos en sus varias ramas y niveles, medios de comunicación, sindicatos, iglesias, organizaciones empresariales o la multitud de esas células integradas que ha procreado la misma sociedad. Todos tienen el deber de meditar en lo que está sucediendo en el país y actuar en consecuencia.
Se está llegando a puntos de conflicto donde el anhelado retorno a la normalidad se torna de difícil inflexión. Simplemente el régimen de la vida organizada del país ya no es capaz de prolongar, por tiempo indefinido, su actual modus operandi. El estado de cosas prevaleciente agotó sus capacidades para mejorar las condiciones de la convivencia desde hace bastantes años. No fue concebido, es cierto, para el bienestar de las mayorías ni para garantizar que accedieran, masivamente, a crecientes oportunidades de desarrollo. Fue un entramado carente de sensibilidad, plagado de egoísmo y con valores invertidos. Los pocos momentos que se han tenido para introducir modificaciones correctivas fueron desaprovechados o, francamente, trampeados con cinismo cabalgante por parte de las elites conductoras. Sólo la inercia, el enorme cúmulo de complicidades que entrelazan intereses ilegítimos (ilegales incluidos) y el uso indebido de los aparatos de propaganda han logrado esta mediocre continuidad de un sistema de privilegios para unos cuantos y exclusiones para todos los demás.
La violencia y su concomitante inseguridad no se curan, sin embargo, con acciones policiacas esporádicas de los cuerpos represivos. Tampoco priorizando la aprobación de leyes más severas cocinadas al vapor de urgencias, iras colectivas o venganzas a duras penas contenidas. Menos aún solicitando renuncias instantáneas de los irresponsables que, en primera instancia, nunca debieron ocupar puestos de alta jerarquía. Exigir cambios drásticos en las estrategias, conductas o formas de operar de los incrustados en la cúspide del poder decisorio resulta, al final de cuentas, estéril. Aun cuando los puntos que componen el pliego de exigencias estén bien orientados y basados en experiencia probada, bien consensuados y apoyados en el conocimiento de los autores, al final giran, en su mayor parte, sobre asuntos de seguridad. La inclusión de atenciones prioritarias para la juventud (recreación, trabajo o educación, por ejemplo) se sabe de sobra, encuban sus salidas al mediano y largo plazos. En cambio, la íntima relación entre inseguridad, violencia y desigualdad queda en la retaguardia en vez de ocupar el lugar primordial. Los partidos no van a modificar sus maneras de operar o destituirán a sus jerarquías y así continuarán en la brega por su cacho de poder. Unos con más, otros con menos inteligencia o sensibilidad. Los candidatos ya prefigurados seguirán sus rutas prestablecidas. Pero unos son mejores que otros y habrá que saber distinguir.
La base que deforma la realidad mexicana yace casi intacta desde hace ya varias décadas. Esa trastocada base es la causal de la decadencia y el punto hacia el cual hay urgencia de dirigir la mirada y canalizar las energías colectivas. Mucho se puede aún hacer para mejorar la convivencia. Pero esa mejora no pude provenir de la cúspide del poder. La razón de la negativa es simple: la cúspide misma es, en efecto, parte sustantiva del problema que aqueja a la nación. El señor Calderón se lanzó al combate sin contar con la legitimidad requerida. Decidió, en solitario, dar un zarpazo ejemplar y ocupar el centro de la escena pública. Movilizó la enorme fuerza del Ejército sin contar con un plan de combate adecuado que apoyara en sus flancos a los soldados. El trabajo de inteligencia previo fue defectuoso, parcial, mal orientado hacia las regiones amenazadas y a los grupos de maleantes. La prisa por asentarse en la Presidencia, mal conseguida en las urnas, lo llevó a un desatado frenesí de sangre y dolor. Y así, con rencor creciente, continúa dando golpes esporádicos que poco contribuyen a la victoria que, en este caso, siempre será el retorno a una vida decente, productiva y segura. Mucho se hará con detener, con maniatar su comportamiento belicoso, huidizo e ineficaz.
Hay necesidad de prepararse para lo que ya se avecina: la posibilidad de iniciar la tarea reconstructiva del país. Ella será, sin duda, prolongada y llena de sacrificios. Se tiene que empezar el trabajo armados con un modelo distinto de gobierno. Uno que responda a la gente en sus necesidades y deseos y no, como el actual, diseñado para mantener y acrecentar privilegios para unos cuantos. Elegir liderazgos confiables y honestos será el objetivo. Otorgarles la legitimidad de las mayorías votantes para darles un mandato inequívoco de ser servidores y no atender las ambiciones de sus allegados, cómplices o patrones.
En lugar de renuncias hay que exigir al señor Calderón que no malgaste los escasos recursos que se tienen. Detener el dispendio de la alta burocracia que lo rodea. Ese billón de pesos que ha empleado en cebar a la capa dorada de burócratas centrales con prestaciones onerosas bien pudo ser destinado para crear cientos de miles de empleos, invertidos en centros educativos y recreacionales para los jóvenes que hoy esperan, como opción malsana, ser reclutados por el crimen organizado. Que el descontento social haga olvidar que, a la plutocracia que manda, poco le importa la vida, el bienestar o el dolor de los demás. Ellos quieren exprimir un tanto más a los trabajadores, precarizar salarios, apropiarse de lo que queda de Pemex, inducir normas favorables para seguir sin pagar impuestos y agrandar, en exceso, sus privilegios e impunidad. Será en la elección presidencial venidera cuando se podrá forzar el cambio de ruta, de modelo o su continuidad asesina. Se espera que este momento de inflexión colectiva insuflado por la marcha conduzca, después, a las transformaciones que se desean.
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