EDITORIAL DEL DIARIO LA JORNADA
El pasado miércoles, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, anunció en Washington que insistirá en una reforma legal que permita la privatización parcial de Petróleos Mexicanos (Pemex), intención que, en su forma original y en su mayor parte, fue rechazada por el Legislativo en 2008, luego de grandes protestas populares, tras un intenso debate legislativo y después de una consulta a la sociedad. Ayer, en una reunión privada con el declarante, los organismos integrados en el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) le pidieron que bursatilice” el conjunto de las pocas empresas que aún permanecen bajo control del Estado, retomando así una propuesta para Pemex que fue atribuida al propio Calderón durante su estancia en la capital estadunidense.
Resulta difícil no ver, en esta confluencia de propósitos, una coordinación gubernamental y empresarial en contra del estatuto público de la empresa petrolera nacional, de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), de Aeropuertos y Servicios Auxiliares (ASA) –mencionada expresamente ayer por José Méndez Fabre, presidente de la Asociación Mexicana de Intermediarios Bursátiles (AMIB), presente en el encuentro referido– y algunas más. Calderón mismo reconoció en suelo estadunidense que trabaja “para cambiar la percepción pública” sobre el carácter nacional de Pemex y ha porfiado en entregar a inversionistas privados filones crecientes de la producción energética, incluso en términos de dudoso apego al artículo 27 constitucional. Un ejemplo de ello es la licitación ya en curso para poner en manos de contratistas particulares campos petrolíferos maduros en el sur del país, como lo anunció recientemente Gustavo Hernández García, uno de los subdirectores de Pemex, pretextando que esa paraestatal no está en condiciones de explotar los yacimientos correspondientes por carecer de “eficiencia” y capacidad financiera y por operar con “altos costos administrativos”.
Por su parte, diversos empresarios que participaron en el encuentro de ayer con Calderón Hinojosa alegaron que la privatización parcial de lo que queda de propiedad pública permitiría a las empresas respectivas operar con mayor “transparencia” y daría a la economía nacional un impulso “inmediato” para crecer entre 2.5 y 3 por ciento.
Es paradójico que ahora los argumentos principales para insistir en la venta de entidades públicas, esgrimidos tanto por líderes empresariales como por las propias autoridades, sean las deficiencias de la administración pública –la de Pemex y la general–, su opacidad proverbial, sus cargas de burocratismo, corrupción y frivolidad, y su incapacidad para impulsar el crecimiento de la economía. Los señalamientos son ciertos, pero no justifican la privatización de los escasos bienes públicos que han quedado tras siete lustros de regímenes neoliberales. En todo caso, son razón suficiente para emprender, con la urgencia del caso, una moralización a fondo de las oficinas públicas, una política de austeridad que, por hoy, sólo existe como buen propósito, y una reforma administrativa que ponga punto final a los cotos de poder personal –que son una variante de las privatizaciones abiertas y francas–, a la ineficiencia y a la extrema discrecionalidad con la que operan los altos funcionarios públicos. Semejantes medidas podrían resultar positivas para un gobierno urgido de credibilidad. En cambio, el eufemismo de la “bursatilización” –que implica la privatización total o parcial– de las propiedades de la nación introduce, en un panorama de por sí enrarecido por la ofensiva económica contra las mayorías, la descomposición institucional imperante y el agravamiento cotidiano de la violencia y de la impunidad, factores adicionales de desacuerdo y, si se convirtiera en un nuevo intento privatizador como el de 2008, daría margen al ahondamiento de las fracturas políticas persistentes desde las cuestionadas elecciones de 2006. Pemex debe ser conducido a la eficiencia, la transparencia y la productividad, pero debe respetarse el mandato constitucional y la paraestatal debe permanecer, en su totalidad, como parte del patrimonio de todos los mexicanos y al margen de participaciones privadas.
“Bursatilizar” es privatizar
El pasado miércoles, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, anunció en Washington que insistirá en una reforma legal que permita la privatización parcial de Petróleos Mexicanos (Pemex), intención que, en su forma original y en su mayor parte, fue rechazada por el Legislativo en 2008, luego de grandes protestas populares, tras un intenso debate legislativo y después de una consulta a la sociedad. Ayer, en una reunión privada con el declarante, los organismos integrados en el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) le pidieron que bursatilice” el conjunto de las pocas empresas que aún permanecen bajo control del Estado, retomando así una propuesta para Pemex que fue atribuida al propio Calderón durante su estancia en la capital estadunidense.
Resulta difícil no ver, en esta confluencia de propósitos, una coordinación gubernamental y empresarial en contra del estatuto público de la empresa petrolera nacional, de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), de Aeropuertos y Servicios Auxiliares (ASA) –mencionada expresamente ayer por José Méndez Fabre, presidente de la Asociación Mexicana de Intermediarios Bursátiles (AMIB), presente en el encuentro referido– y algunas más. Calderón mismo reconoció en suelo estadunidense que trabaja “para cambiar la percepción pública” sobre el carácter nacional de Pemex y ha porfiado en entregar a inversionistas privados filones crecientes de la producción energética, incluso en términos de dudoso apego al artículo 27 constitucional. Un ejemplo de ello es la licitación ya en curso para poner en manos de contratistas particulares campos petrolíferos maduros en el sur del país, como lo anunció recientemente Gustavo Hernández García, uno de los subdirectores de Pemex, pretextando que esa paraestatal no está en condiciones de explotar los yacimientos correspondientes por carecer de “eficiencia” y capacidad financiera y por operar con “altos costos administrativos”.
Por su parte, diversos empresarios que participaron en el encuentro de ayer con Calderón Hinojosa alegaron que la privatización parcial de lo que queda de propiedad pública permitiría a las empresas respectivas operar con mayor “transparencia” y daría a la economía nacional un impulso “inmediato” para crecer entre 2.5 y 3 por ciento.
Es paradójico que ahora los argumentos principales para insistir en la venta de entidades públicas, esgrimidos tanto por líderes empresariales como por las propias autoridades, sean las deficiencias de la administración pública –la de Pemex y la general–, su opacidad proverbial, sus cargas de burocratismo, corrupción y frivolidad, y su incapacidad para impulsar el crecimiento de la economía. Los señalamientos son ciertos, pero no justifican la privatización de los escasos bienes públicos que han quedado tras siete lustros de regímenes neoliberales. En todo caso, son razón suficiente para emprender, con la urgencia del caso, una moralización a fondo de las oficinas públicas, una política de austeridad que, por hoy, sólo existe como buen propósito, y una reforma administrativa que ponga punto final a los cotos de poder personal –que son una variante de las privatizaciones abiertas y francas–, a la ineficiencia y a la extrema discrecionalidad con la que operan los altos funcionarios públicos. Semejantes medidas podrían resultar positivas para un gobierno urgido de credibilidad. En cambio, el eufemismo de la “bursatilización” –que implica la privatización total o parcial– de las propiedades de la nación introduce, en un panorama de por sí enrarecido por la ofensiva económica contra las mayorías, la descomposición institucional imperante y el agravamiento cotidiano de la violencia y de la impunidad, factores adicionales de desacuerdo y, si se convirtiera en un nuevo intento privatizador como el de 2008, daría margen al ahondamiento de las fracturas políticas persistentes desde las cuestionadas elecciones de 2006. Pemex debe ser conducido a la eficiencia, la transparencia y la productividad, pero debe respetarse el mandato constitucional y la paraestatal debe permanecer, en su totalidad, como parte del patrimonio de todos los mexicanos y al margen de participaciones privadas.
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