Del empresariado al empresariaje
Rolando Cordera Campos
Va de nuevo: curiosa democracia esta que lo obliga a uno
a reiterar una y otra vez que los inconformes de uno y otro lado del río
litigioso en que ha desembocado la sucesión presidencial tienen el derecho a
reclamar y a cuestionar personas e instituciones, siempre y cuando esos
reclamos tengan lugar dentro de los marcos y cauces establecidos por la ley. Y
ese es el caso de los dirigentes de la coalición progresista y su candidato
presidencial: no ha habido en su ya larga intervención ante los órganos
electorales respectivos, ni en su recorrido por plazas y calles de la República,
el menor asomo de transgresión a las leyes o de abierta incitación a hacerlo.
La reiteración puede aburrir al más obsesivo de la clase electoral mexicana,
pero no sobra si se considera el rumbo que ha querido dársele a la cuestión
poselectoral por parte del PRI y, ahora, de los organismos cúpula del
empresariado.
Dicho esto, agreguemos que a los empresarios les asiste
todo el derecho a manifestarse en favor o en contra de uno u otro partido o
personaje pero, a la vez, que su ejercicio no les da la razón, ni jurídica ni
política, ni le otorga pertinencia a sus manifiestos. En la actual coyuntura,
las insinuaciones y acusaciones más o menos veladas de los organismos
patronales contra las cabezas de la coalición progresista, que se aunaron al
desdichado manifiesto de Soriana, no allanan el trayecto final del proceso
electoral y más bien lo vuelven aún más lodoso.
Por décadas, los empresarios mexicanos han buscado no
sólo un lugar protagónico en la escena política nacional, sino convertirse en
factótum de la elaboración y puesta en práctica de la política económica y
social y hasta de la política-política a secas, así como del quehacer judicial
del Estado. Se trata de una proclividad a la expansión que suele ser presentada
como defensiva frente a un Estado siempre listo para intervenir y cercenar
libertades y derechos sacrosantos, como el de la propiedad privada o la
libertad de empresa.
Una y otra vez, las cúpulas del dinero han buscado ser
reconocidas también como elites del poder, sin que en tal pretensión medie
procedimiento constitucional alguno. De aquí el apelativo bien ganado de
poderes de hecho o fácticos, como se les llama en España, donde, por
cierto, los orgullosos demócratas han tenido que rendirse a la evidencia de que
esa facticidad puede, sin pedir permiso a nadie, volverse forma de gobierno,
como ocurre hoy bajo la infausta conducción del Partido Popular y el inefable
señor Rajoy.
En los años 30 del siglo pasado, el presidente Cárdenas
pintó su raya y la del Estado posrevolucionario con sus célebres 14 puntos ante
los aguerridos patrones de Monterrey, y buscó dar cauce permanente a esa y
otras confrontaciones con los propietarios y hombres de empresa a través del
sistema de cámaras de industria y comercio, definidas como órganos de consulta
del Ejecutivo, además de representación gremial y fuente de información para el
Estado y la sociedad. Junto con la organización de las masas trabajadoras que
habrían de ser la base del Partido de la Revolución Mexicana, este formato para
el empresariado daría vida y sentido a la ”democracia funcional” que, según el
estudioso estadunidense Frank Brandenburg, Cárdenas quería construir.
Más adelante, al calor de las convulsiones continentales
propiciadas por la Revolución cubana, así como de las jornadas proletarias de
protesta y de la represión con que se les enfrentó desde el gobierno, los
empresarios volvieron a la carga. Asustados por la posición mexicana en el caso
cubano y las declaraciones de izquierdismo desde el propio gobierno, pusieron
en cuestión la estrategia de reconciliación social emprendida por el presidente
López Mateos, que era parte de la instrumentada para sortear el difícil
reacomodo regional exigido por Estados Unidos para encarar la llegada de la guerra
fría a las playas de América.
Los empresarios exigieron grandes y precisas definiciones
del gobierno y fintaron con llegar a una huelga de inversiones, precisamente
cuando para la coalición gobernante parecía vital trazar un nuevo rumbo para el
desarrollo nacional, que saliera al paso de las heridas y contradicciones
mayores, de las cuales fue heraldo magnífico la insurgencia sindical de
entonces. La respuesta la dieron los secretarios Ortiz Mena y Salinas Lozano,
en una espléndida exposición de motivos de lo que debería ser la economía mixta
mexicana en la nueva época.
El empresariado se acomodó a la estrategia y surgió el
Consejo Mexicano de Hombres de Negocios, donde los cúpulos de todas las cúpulas
buscarían procesar sus destinos manifiestos y modular sus inevitables
fricciones con un Estado que aparte de promover y conducir el desarrollo,
buscaba nuevas fórmulas de conversación entre la acumulación de capital y la
distribución social, después de reconocer que la inflación y el desenfado
alemanista habían dañado seriamente la unidad nacional y de clases que había
sostenido el desenvolvimiento anterior. Así vino el desarrollo estabilizador y
la década del milagro mexicano, que en vez de una Alianza para el
Progreso devino alianza para las ganancias, según la feliz expresión de Roger
Hansen.
Los años 70 trajeron consigo nuevas perturbaciones y el
Estado quiso absorberlas en una estrategia renovada para el desarrollo
compartido. Incapaz de asumir que la sociedad generaba nuevos reclamos
políticos y de admitir que la represión criminal de octubre de 68 constituía ya
un parteaguas de la política, el gobierno intentó tímidas aperturas
democráticas, junto con un tanto audaces cuanto atropelladas acciones de cambio
estructural con intenciones redistributivas, siempre constreñidas a la
conducción vertical y al formato corporativo que años antes se había remozado
gracias al éxito económico.
Los empresarios encontraron en dicha estrategia una nueva
amenaza histórica, porque implicaba reforzar la economía mixta y exigía una
reforma fiscal profunda, cuya posposición en la década anterior había sido el
precio de la reconciliación con el Estado. Surge así el Consejo Coordinador
Empresarial y los designios del empresariado se vuelven pretensión estratégica.
El auge petrolero propició un veranito y la Alianza para
la Producción fue entendida como una nueva oportunidad para las ganancias, que
había que obtener pronto y, al menos en parte, poner a buen resguardo afuera.
La inflación hizo su parte y la política americana de estabilización
la suya y, vertiginosamente, el país entró en una crisis financiera que se
volvió económica y permitió que desde las cúpulas se empezaran a cantar los
responsos del Estado posrevolucionario y sus formatos y alianzas corporativos.
La hora de la libertad había sonado y los gobernantes de
la nueva generación no la veían con malos ojos. Entró a saco el cambio
estructural globalizador y el empresariado empezó su tránsito al empresariaje:
en vez de inversión y empleo, negocios y ganancia rápida.
Para terminar como empezamos: desde luego que tienen
derecho a hablar y exigir buenas conductas… lo que les falta es razón y
autoridad para hacerlo.
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