Diez de junio no se
olvida
María Teresa Jardí
Hay momentos en la vida de todas las personas en las que, cada una en
conciencia, debe tomar partido. Incluso hay casos como sucede con el actual
mexicano que hay que tomar partido para salvar al país en el que nacimos y en
el que vivimos sin querer o sin poder irnos. Y cuando la elección es
incorrecta, la responsabilidad, por la que se nos van a pasar las facturas, que
nadie lo dude, es personal e individualmente inmensa.
Además de que existe también una responsabilidad colectiva --por poner un
ejemplo ahí tenemos a TV Azteca y el caso de Televisa-- existe también la
responsabilidad individual sin ninguna duda a la que vamos a enfrentarnos
todos, más pronto que tarde y desde luego en el momento final de la vida e
inicial de la aventura desconocida que es la muerte, en el que todos,
--incluidos los Hitler, Pinochet y Franco, estoy segura-- quisiéramos poder
decir: me voy en paz porque nada debo y sobre todo porque no hice en beneficio
propio nunca mal al otro. El resumen de una vida correcta se puede decir que es
el de no hacer daño al otro en aras de un beneficio propio.
Se asombran los comunicadores a modo al verse cuestionados cuando en la
responsabilidad, que se les cobraría más temprano que tarde, tendrían que haber
pensado, antes de decantarse por el camino de la corrupción, sumándose a
causas, que en muchos casos son de la empresa donde les pagan, sí, pero eso no
significa la compra de la conciencia si la conciencia no está a la venta.
Aunque mientan los a modo buscando hacer creer que AMLO fue el confrontado en
Tercer Grado, saben todo los ahí sentados y los que vieron el programa, que
transmiten a horas en que la gente duerme, que los confrontados, por un AMLO
sereno, que cada día tiene más pinta de poder convertirse en Estadista, fueron
los televisivos comunicadores. Como lo están siendo por la sociedad en su
conjunto que impulsada por los estudiantes está diciendo ya basta de tanta
mentira televisiva. Acaban, siempre, los que se suman a lo no correcto, pagando
por esa elección incorrecta. Echeverría estoy segura de que al final de su vida
daría lo que fuera por morir sabiéndose respetado por el pueblo que tan mal
gobernó. Daría lo que fuera por poder soplar al oído a Díaz Ordaz la palabra
comprensión, en lugar de haberle soplado, a ese otro también impresentable
asesino, la palabra represión. Por decirle que los enemigos no eran los
estudiantes y que sólo pedían los jóvenes, hartos de no ser escuchados,
democracia en medio de una fiesta colectiva que sumaba a su paso los aplausos
de muchos mayores, hartos también, desde las ventanas de los edificios donde
moraban. Por poder dar marcha atrás en su decisión criminal, tomada el Jueves
de Corpus en contra de estudiantes que volvían a tomar las calles en aras de
ser escuchados, daría Echeverría, me dejaría cortar el cuello y no lo perdería,
lo que fuera antes de enfrentar la muerte con la certeza de que lo único que va
a llevarse como despedida es la carga del desprecio del pueblo al que tanto
daño le hizo también con su entreguismo dando la orden de bajar la educación
que ya ha llegado a cero. Y lo mismo estoy segura que haría, de poder volver al
poder, José López Portillo, incluso para renunciar al mismo, explicando que los
gringos tenían ya signado un rol y a él lo enloquecía al punto de convertirlo
en un frívolo: el de acabar con lo poco que de policía eficiente, que no
científica, que en México se tenía. Los roles asignados desde Echeverría a cada
entreguista hoy son del todo claros.
Y ni qué decir de Salinas, tan ególatra. Segura estoy de que renunciaría a todo
a cambio del reconocimiento que tuvo, de algunos ingenuos, cuando fingía que
“los gringos lo querían todo y él entregaba lo menos que podía”.
Pero... el tiempo no regresa. Y las decisiones incorrectas nos hacen
responsables y tiñen de negro incluso el recuerdo consignado por la historia
aún después de muertos. El recuerdo de Echeverría es la represión del 10 de
junio de 1971 y ese Jueves de Corpus no se va a olvidar nunca y no tiene perdón
posible porque también debió entender, ese impresentable, mientras vaciaba de
obras de arte el Palacio Nacional y Los Pinos, que la elección de reprimir
traía consigo un pago de por vida.
Y lo mismo tendría que haber pensado Peña Nieto cuando celebraba la represión
orquestada en Atenco como venganza a un pueblo que se opuso a que le quitaran
sus tierras a cambio de tres miserables monedas en aras del negocio que el
aeropuerto significaba para impresentables que ya se regodeaban con los
negocios que alrededor del mismo harían.
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