El Estado mexicano y el Vaticano
Arnaldo Córdova
Algunos se preguntaron, si bien
tímidamente, si la visita del papa Benedicto XVI a México era en su calidad de
jefe del Estado Vaticano o en su carácter de máximo guía espiritual del
catolicismo mundial. Tal parece que todo mundo prefirió contemplar el hecho
como un acto de simple pastoral. Por supuesto que las dos calidades del
pontífice son inescindibles, pero se buscaba saber a qué venía y por qué. Desde
luego, saltó a la palestra de la discusión la reforma al artículo 24 de la
Constitución, no obstante que los senadores panistas y priístas se pusieron de
acuerdo para aprobar la reforma hasta que el Papa partiera de regreso a su
sede.
No hay en este asunto
ningún dilema. La visita del Papa se anunció mucho antes que al gobernador y al
obispo de Durango se les ocurriera que había que hacer la reforma. Fue claro
desde el principio, y así lo señalaron muchos, que se buscaba hacer un gran
obsequio al pontífice alemán.
El embajador ante el
Vaticano, Alfredo Ling Altamirano, anunció el 21 de marzo que esa reforma sería
tratada por el Papa y Calderón. La jerarquía católica lo negó terminantemente.
El nuncio Christophe Pierre, a su vez, quiso quitarle leña al fogón y declaró,
desde el pasado 7 de febrero, que la reforma era incoherente desde
que se hizo la anterior del artículo primero que vinculaba a México al derecho
internacional.
Después que el Papa se
fue, todo comenzó a aparecer muy claro. Los senadores del PRI y del PAN se
apresuraron a aprobar la reforma. Los panistas negociaron con los priístas que,
si aprobaban la reforma al 24, ellos dejarían pasar la del 40 (república laica)
que habían bloqueado durante dos años.
Todos de acuerdo,
aprobaron el dictamen de la minuta de la Cámara de Diputados el pasado día 28.
Manlio Fabio Beltrones ya lo había anticipado en declaraciones hechas el 14
anterior, cuando defendió la reforma diciendo que no se salvaguardaba la
libertad de culto (como si alguien se hubiera metido con ella) sino que
“también se cuida y se conceptualiza [sic]… la libertad ética y la libertad de
conciencia” (La Jornada, 15/03/2012).
Lejos de conceptualizar nada,
la reforma sólo viene a renovar el viejo problema de definir jurídicamente lo
que es la libertad de conciencia y la libertad ética. A algunos les gusta el
término. Piensan que quienes postulan una separación metodológica entre la
ética y la política son individuos colonizados y los suyos no son más
queconceptos parroquiales y ven en los individuos poseedores de una
nueva éticaadalides de la libertad, la justicia social, la dignidad, todos
estos, precisamente, valores políticos y de ninguna manera éticos. La
ignorancia los hace ver paisajes azules.
Con toda atingencia, el
Foro Cívico México Laico ha puesto el dedo en la llaga: “En la medida en que el
Estado determine qué convicciones son éticas y cuáles no lo son… estará
definiendo una ética oficial o constitucionalmente protegida” y se pregunta,
juiciosamente, qué pasará con aquellos que no estén de acuerdo con talética.
La alternativa de la
Iglesia católica es clarísima: su misión en este mundo es definirle a todos sus
fieles lo que deben o no deben creer y lo que deben o no deben hacer, por lo
tanto, ella nos dirá lo que es ética. ¿Podrá hacer eso el Estado?
La reunión de Calderón
con Benedicto XVI llevaba el fin de tratar el asunto, pero, por supuesto, no
iban a ser ellos los que lo hicieran directamente. El encargado de ello fue el
secretario de Estado vaticano, Tarcisio Bertone.
Según nota de Carolina
Gómez y otros reporteros, el prelado afirmó que se necesita que en México se
garantice la libertad religiosa entendida como una condición que va más
allá de la libertad de culto (justo lo que el senador Beltrones había
sostenido unos días antes). Y se extendió: la libertad del hombre para
buscar la verdad [¡casi nada!] y profesar las propias convicciones religiosas,
tanto en privado como en público debe estar reconocida por el
ordenamiento jurídico. Alguien debió informarle a Bertone que eso ya se daba en
México desde la Constitución de 1857.
El funcionario vaticano
no se atrevió a ser lo suficientemente contundente y fue obvio que se anduvo
todo el tiempo por las ramas. Pero, en su concepto, el Estado y la Iglesia
deben actuar de consuno y no cada uno por su lado, lo que ya de por sí
significaría borrar en México casi dos siglos de historia.
“La Iglesia como el
Estado –dijo– tienen la común tarea, cada uno desde su misión especifica, de
salvaguardar y tutelar los derechos fundamentales de las personas” y, desde ese
punto de vista, sostuvo que la Iglesia no cesa de exhortar a todos para
que la política sea una labor encomiable [¿ética?] y no se convierta en una
lucha de poder o una imposición de sistemas ideológicos rígidos que tantas
veces dan como resultado la radicalización de amplios sectores de la población (La
Jornada, 26/03/2012).
¿Qué duda puede caber de
que el entendimiento se dio y no sólo con motivo de la visita, sino desde que
se empezó a cocinar la reforma en alguna sacristía de Durango? Así se hacía frente
obsequiosamente a una vieja demanda de la jerarquía mexicana. Sólo que ahora se
fue más allá de la tradicional demanda de libertad religiosa y se
llegó a la incoherencia de exigir también una ética jurídicamente definida
y protegida. Ya desde que la reforma fue aprobada en la Cámara de Diputados,
los prelados saltaron de gusto y la saludaron con piadoso júbilo.
Ciertamente, hay de
interpretaciones a interpretaciones y éste será el cuento de nunca acabar. Mi
querido y respetado amigo Miguel Concha afirmó el pasado día 28 que la reforma
aprobada por el Senado da oportunidad de que muchas minorías tengan no
sólo libertad de conciencia y de religión, sino convicciones éticas, lo que
inclusive garantizaría a las mujeres y a las minorías sexuales sus derechos
sexuales y reproductivos (La Jornada, 29/03/2012).
La pregunta inevitable
es ¿cuál ética es el objeto de esa libertad? ¿La de aquellos que condenan
el aborto y la unión libre entre personas del mismo sexo? Por supuesto que
puede ser también la de aquellos que, en cambio, están por la libertad de las
mujeres a disponer de su propio cuerpo o de los matrimonios homosexuales.
El problema es que, como
se ha señalado constantemente y no por los opositores a la mencionada reforma,
sino y sobre todo por los mismos que la defienden, esto no es más que el
principio. Como lo anticipaba la iniciativa del duranguense, a ella debía
seguir, por la lógica de las cosas, la libertad de educar a los hijos, de tener
enseñanza religiosa en las escuelas y también la de dotar a la Iglesia de
medios masivos de comunicación electrónica.
La senadora panista,
Judith Díaz, en la euforia del triunfo y en un tono doctoral bastante ridículo,
afirmó que “la libertad de conciencia se relaciona con la libertad de formación
y de educación religiosa. Tenemos que empezar a definir a quién corresponden
[sic] el derecho a la educación, si a los padres, a la Iglesia o a quién…
También se tiene que definir el acceso de las iglesias, como asociaciones
religiosas, a los medios de comunicación masiva”. Más claro, ni el agua.
A Jorge Carpizo en un
recuerdo inextinguible
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