Pedro Miguel
Navegaciones
El pasado 1 de julio y en las semanas
posteriores el régimen oligárquico exhibió su determinación de torcer las leyes
electorales –en letra y en espíritu– para provecho propio, de desvirtuar el
sentido original de los procesos e instituciones democráticos y de convertirlos
en un mero instrumento de legitimación. Por tercera ocasión desde la
instauración del modelo neoliberal, el grupo gobernante atropelló la voluntad
popular e impuso a la mala –es decir, violentando la letra y el espíritu de la
legislación electoral– un resultado que ya tenía preparado de antemano, y hoy
se encamina a consumar una nueva imposición en la cúspide de la
institucionalidad política.
Algunos sectores de la izquierda
electoral se limitaron, una vez más, a obtener provecho de la ola de
movilización cívica que la colocó, según las cifras oficiales, como segunda
fuerza política, y a renglón seguido se avinieron a la vida muelle de una
oposición parlamentaria domesticada. Muchos ciudadanos que participaron
activamente en tal movilización encajaron el golpe con una muestra de
desaliento y rabia, dieron por ratificado el rechazo a la política y a los
políticos, confirmaron que resulta intransitable la vía electoral para lograr
transformaciones sociales y políticas y han optado por concentrarse en la
organización de movimientos ciudadanos capaces de presentar respuestas
coyunturales a la ofensiva oligárquica –expresada en los intentos de reformas
legales laboral, energética y hacendaria y en la consumación de la imposición,
el próximo 1 de diciembre–, o incluso por el repliegue personal o la desbandada
grupal. El núcleo duro del lopezobradorismo, por su parte, se ha concentrado en
la definición de una estructura organizativa perdurable: el Movimiento de
Regeneración Nacional, Morena.
Dentro y fuera de este núcleo tiene
lugar la discusión de si Morena debe desarrollarse como movimiento o como partido
político con registro. Los partidarios de lo primero señalan, con razón, que la
creación de un nuevo partido conlleva el riesgo inevitable de la cooptación por
el régimen, tal y como le ocurrió al PRD, el cual acabó por olvidarse de los
movimientos sociales y acabó representando los intereses de su propia
burocracia, embarnecida en los cargos de representación y subyugada por las
prerrogativas automáticas que el sistema político otorga a los partidos
registrados.
En efecto, las reglas vigentes propician
que los individuos interesados en el dinero y en las prebendas se apoderen de
los partidos políticos, en detrimento de los militantes honestos y
desinteresados. La cooptación por dinero y privilegios o por amenazas alcanza
grados de vergüenza en los ámbitos estatales, en los que los gobernadores
suelen convertirse en los verdaderos jefes de los partidos de “oposición”.
Otra faceta peligrosa de la conversión
en partido con registro es el automático sometimiento de la organización a las
órdenes de las instancias judiciales electorales, dominadas –como pudo
constatarse con el vergonzoso fallo emitido el pasado 30 de agosto por los
magistrados del tribunal electoral y como se sabía desde noviembre de 2008,
cuando esa misma institución impuso a Jesús Ortega en la presidencia del PRD.
Quienes propugnan la búsqueda de la
patente electoral señalan, también con razón, la improcedencia de abandonar los
escenarios electoral y parlamentario en la lucha por la transformación del país
y la necesidad de que en ellos la izquierda realmente interesada en transformar
al país y en acabar con el régimen oligárquico tenga una instancia propia a fin
de capitalizar su caudal electoral en vez de regalarlo a otros partidos para
que éstos se sirvan con la cuchara grande en la conformación de bancadas
legislativas.
Entre las posturas de quienes califican
la vía electoral como intransitable y quienes la consideran irrenunciable quizá
haya un adjetivo intermedio: insuficiente. Tal vez desde allí pueda empezar a
concebirse un partido que, sin renunciar a la participación en comicios ni a
los puestos de representación popular, sea capaz de mantenerse fiel a las
gestas sociales y a los marcos programáticos que le dan sentido; o un
movimiento con organización precisa y clara y con la fuerza necesaria para
llevar a representantes suyos a las instancias parlamentarias.
El debate está vivo y es imprescindible.
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