El debate y la libertad de los poderosos
Rolando Cordera
Campos
Como fruto del cambio económico de las
pasadas décadas ha renacido en México la utopía de que ahora sí, desde una
economía abierta de mercado como la imperante, podemos pasar sin mayor trámite
a una sociedad de mercado, donde todo se compre y se venda y se evalúe conforme
a su precio. El tuétano de tamaña pretensión es la idea de la libertad
económica y de empresa como libertad absoluta, madre de todas las demás, cuya
vigencia y predominio miden nuestra modernidad, el nivel de desarrollo y hasta
la democracia.
En realidad, no hay idea
menos moderna que la señalada, aunque se le traduzca del inglés y se trate de
medir con el índice de libertad de la muy reaccionaria y poco
prestigiada Heritage Foundation. Es indudable que el régimen económico
mercantil y el régimen político democrático siempre nos refieren a la libertad
como un valor fundamental del Estado y la sociedad así organizados. Sin
embargo, también es claro que la democracia no sólo nos remite a la idea de
libertad sino también a la de igualdad, que no puede reducirse al ejercicio del
voto.
El voto es, qué duda
cabe, consustancial a la democracia, pero ésta nunca se queda ahí, en el acto
íntimo en la urna. Al votar, se abre para el ciudadano un abanico para la
expansión y materialización de la democracia en el plano económico y social.
Sin eso, la democracia corre el peligro de perder sentido y contenido y el
Estado sufre un agudo y corrosivo proceso de vaciamiento que tarde o temprano
lleva a su crisis o a su colapso.
Así ha ocurrido
históricamente, al configurarse el doble movimiento de la sociedad
moderna capitalista entre el mercado y sus impulsos absolutistas, que según su
profetas deberían coronarse en una sociedad de mercado, y la sociedad que
encara las inclemencias mercantiles y de la competencia, confronta la
explotación y reclama soberanía y preminencia en las prioridades y asignaciones
del Estado. Este péndulo, formulado por el gran clásico moderno Karl Polanyi en La
gran transformación,incluye la defensa y protección que la sociedad hace
del resto de la naturaleza amenazada, como el hombre, por la embestida
mercantilizadora que no puede cesar. Forma parte del DNA del capitalismo.
Por casi un siglo, el
péndulo se movió en favor de la protección del trabajo, la sociedad y la
naturaleza. Se buscaba responder así a la amenazas totalitarias y a las
provenientes de la desintegración social provocada por las grandes crisis y,
ahora, al espectro cercano del cambio climático. Las enseñanzas crueles de la
Gran Depresión y las guerras mundiales llevaron a una maduración de este doble
movimiento que se transformó en un mecanismo institucional, el cual propició un
cambio cultural de enormes y promisorias proporciones: el bienestar y los
derechos sociales fundamentales fueron vistos como constitucionales y
constitutivos del Estado, que asumió las tareas y los compromisos que implicaba
dicho salto.
El mundo parecía estar
cerca, sobre todo en sus regiones más avanzadas, de una mudanza civilizatoria.
Con la conformación de la Unión Europea, esta perspectiva se volvió palanca de
aliento y optimismo para sus ciudadanos, para los que venían del desplome
soviético y para el gran continente de los países emergentes o
subdesarrollados.
Todo empezó a cambiar
para mal en los años setenta, con Thatcher, Reagan y sus ideólogos y corifeos.
La globalización se volvió mantra y la libertad de empresa reclamó su lugar de
honor en el panteón capitalista, por encima de las otras libertades. La
sociedad global que emergía empezó a ser regida por criterios y principios
dirigidos a saber el precio de todo y el valor de nada.
Éste ha sido el carnaval
globalista orquestado por Wall Street y entusiastamente coreado por el resto
del mundo y sus mercados. Entre nosotros, el credo fue recibido por los
poderosos con un extraño sentido de pertenencia.
El nuevo reino de la
mercancía se presentaba así como la puerta a un nuevo mundo. La historia
difícil, resumida por el doble movimiento, parecía llegar a su fin.
Así ocurrió y aquí se
impuso como virreinato dizque liberal cuando a la economía le faltaban recursos
y reflejos y al Estado recursos humanos y fiscales y, sobre todo, legitimidad.
El resultado está hoy a la vista: un aparato productivo deforme e incapaz de
emplear a una juventud ansiosa de trabajo, y un Estado sin posibilidad de
cumplir con sus tareas históricas fundamentales de protección individual y
comunitaria, articulación política y modulación de intereses sociales
contradictorios.
La libertad se confundió
con botín y la empresa con patente de corso. La democracia párvula es
rápidamente colonizada por los poderes de hecho y hasta la libertad de
expresión se tasa en pesos, centavos y dólares.
Lo ocurrido con el
debate y la postura de la televisión debe inscribirse en esta problemática. La
libertad económica no puede oponerse a la democracia, porque en el desarrollo y
maduración de ésta le va la estabilidad requerida para su permanencia y
expansión. No hay libertad de empresa que dure, sin un estado de derecho que la
afiance y encauce y no hay estado de derecho legítimo que no pase por el
escrutinio democrático que es, necesariamente, deliberación, polémica, debate.
La libertad con la que
se arropa Tv Azteca para sus bravatas es la del hacendado o el encomendero;
nunca será la libertad de los modernos, sino la de los vetustos.
La contumacia de estos
libres pre modernos obligará a retomar la reforma política y formular una
legalidad sobre medios y partidos que, como lo han mostrado las empresas
mediáticas, todavía le falta mucho por normar. El acuerdo civilizado que se ha
buscado, basado en el compromiso democrático de la empresa, ha sido puesto en
entredicho por la propia empresa y toca al Estado idear un correctivo que no
puede ser el de naturalizar la incontinencia de los intereses
privados.
La defensa de la
libertad económica pasa por la de la libertad política que es, no puede ser de
otra manera, la de la sociedad democrática.
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